miércoles, 29 de mayo de 2013

Páginas arrancadas a "Corazón"



Mario Szichman


A la memoria de Laura Corbalán Szichman,
 acatando su pedido.



¿Cómo podían escribir tan mal y narrar tan bien? Me lo pregunto al analizar a escritores de diferente calidad artística. Roberto Arlt, el único genio que ha dado la literatura argentina, escribía muy mal, pero narraba con la pluma de un ángel. Arlt escribía “mal” en el sentido de que a veces no respetaba las reglas gramaticales. El mismo lo reconocía. En un célebre prólogo a su novela Los lanzallamas señalaba: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias”.
Otro que escribía “mal” y cuyos libros han sido devorados por millones de lectores es Emilio Salgari, el creador del pirata Sandokan y del Corsario Negro. Durante muchos años intenté no reelerlo, pues sus melodramáticas aventuras me tentaban a hacer parodias, y yo nunca voy a hacer eso con un escritor al que he reservado un altar. (El otro está reservado a Jim Thompson, que además de escribir novelas absolutamente devorables, tenía la ventaja de ser un gran estilista). Pero ahora que he osado releerlo, descubro que Salgari, más allá de algunos epítetos como “¡Voto a bríos!” y “¡A mí, tigrecitos!” conocía bien sus temas, y detallaba con gran eficacia, desde las embarcaciones hasta las tripulaciones piratas, desde los animales hasta las plantas, desde los amaneceres, hasta los atardeceres, desde los días de un calor agobiante, con un sol inmóvil en el centro del cielo, hasta sus espléndidas tempestades. Leí las novelas de Salgari cuando era niño, y todavía evoco algunas de sus descripciones. Por ejemplo, la de un asesino malayo que era además muy piadoso, y cultivaba una planta en la palma de su mano izquierda. En su ahuecada palma había echado tierra, e insertado una planta diminuta que regaba todos los días. Al cabo de algunos años en esa incómoda posición, la mano parecía haberse fosilizado en torno a la planta. Pero el asesino podía usar la mano derecha para causar estragos con su puñal. (¿O era una daga?)
La tercera clase de mal escritor y espectacular narrador es Edmundo D´Amicis, autor de Corazón, esa biblia del sufrimiento, la congoja y el sadismo. D´Amicis es en el territorio del melodrama y de los golpes bajos el equivalente de un buen pornógrafo en la literatura erótica. Recuerdo un veraneo en que mis padres me llevaron a San Clemente del Tuyú, donde hay una de las mejores playas de la costa atlántica argentina. Allí nos encontramos con unos parientes. Y una de mis primas había descubierto Corazón. Debía tener once años, era alta, delgada, y terriblemente melancólica. Mi madre siempre decía que tenía “ojos tristones”. Bueno, esa prima era la mayor del grupo, y llevaba la voz cantante. El resto de los primos oscilábamos entre los seis y los ocho años de edad.
Mi prima extrajo Corazón de un bolso de playa, lo alzó para mostrarnos la portada, y luego lo apretó contra su pecho. No he podido retener sus palabras exactas, pero sí el contenido. Nos iba a leer un cuento que, prometió solemne, nos iba a conmover hasta las lágrimas. Y realmente lo consiguió. Nosotros, niños de cinco, seis y ocho años, lloramos con una aflicción que partía el alma. Olvidé el contenido del cuento que leyó mi prima. Pero la temática de D´Amicis tenía escasas variantes. Había por un lado niños patriotas: el pequeño patriota paduano, el pequeño vigía lombardo, el tamborcillo sardo. La única misión de esos niños era inmolarse por la patria. Había niños trabajadores, como el hijo del fogonero, el  hijo del deshollinador, el hijo del panadero, cuya característica era el rostro tiznado, ya fuese con hollín, o con harina. Había albañilitos moribundos, payasitos tísicos, niños ciegos, los heridos del trabajo, y los convalecientes. Abundaban también los huérfanos de madre viuda. En Corazón, las unidades alimenticias eran el mendrugo, las cáscaras de queso y los corazones de manzana. Pero a pesar de las increíbles hambrunas, todos esos párvulos eran buenos y felices. Y aunque las catástrofes estaban a la orden del día, en ellos persistían la bondad y la felicidad. Los niños y adolescentes de D´Amicis avanzaban hacia sus hogares riendo y golpeándose las espaldas con las manos ennegrecidas por el carbón o blanqueadas por la harina.
Durante muchos años postergué mi anhelo de escribir un relato en el estilo que D´Amicis impuso en Corazón. Laura Corbalán, mi esposa por 36 años, siempre quiso que escribiera un libro de cuentos en el estilo de D´Amicis. Este es el primero de los relatos, narrado, espero, en el estilo del maestro. No lo intenté como parodia, sino como un simple homenaje. Pues Edmundo D´Amicis se merece todos los homenajes del mundo. Como verás, Laura, cumplí finalmente con tu pedido.
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El último día de Sardi
Ayer fue el primer día de clase para todos los alumnos de nuestra querida escuelita, pero no para Sardi, el hijo del deshollinador. Para Sardi, ese niño canijo que siempre andaba con el rostro tiznado, fue su último día de clase. Ayer lo velamos.
Como yo era el amigo preferido de Sardi varios de mis queridos maestros se acercaron para preguntarme si sabía la causa de la muerte del infortunado niño. Y cada vez que escuchaba esa pregunta se me hacía un nudo en la garganta. “Yo no sé cuál es la causa”, les decía mirando al suelo, intentando controlar la pena en mi voz. “Yo no sé cuál es la causa”, repetía, mirando las baldosas del patio donde salíamos al recreo, y tratando de mantenerme alejado de Coretti, el malo del grado. Pues había llovido, una de las baldosas estaba floja, y Coretti, haciéndose el distraído, había dejado descansar un pie en la baldosa para apoyarlo con vigor apenas pasara cerca un alumno desprevenido.
Y si bien yo ignoraba cuál era la causa de la muerte de Sardi, tenía como un presentimiento. Otros podrán decir que el pobre niño siempre fue muy debilucho, y que esa fue la causa de su muerte. Es posible. Pues Sardi tenía buen corazón, y aunque siempre pasaba hambre, era capaz de sacarse el pan de la boca para alimentar a sus compañeritos. ¡Cuántas veces vi a Sardi traer en su valija pulcramente remendada algunos mendrugos de pan, algunas cáscaras de queso, y algunos corazones de manzana para repartirlos entre los niños más pobres que él! Como por ejemplo Sagunti, que era tan pobre que debía compartir su lápiz y su sacapuntas con sus otros cuatro hermanos y con su padre, el carpintero. Pero inclusive si los condiscípulos de Sardi no eran pobres, el demacrado niño insistía en compartir sus mendrugos con ellos y se ofendía si se los rechazaban. ¿No le ofreció mendrugos a Capozzi, aunque el padre de Capozzi usaba zapatos de charol y estaba ahorrando para comprarse también los cordones? Y es que Sardi era un ángel de bondad. Tal vez como era muy debilucho y pasaba hambre, se murió de tanto quitarse el pan de la boca. Sí, esa puede haber sido la causa de la muerte de Sardi. Y sin embargo… y sin embargo, creo que Sardi se murió por otra razón: sí, cuando más lo pienso, más estoy convencido de que Sardi se murió por visitar la escuela el primer día de clase.
Todos los que conocían a Sardi sabían que para el cenceño niño la escuela era el sitio de la felicidad. Cada vez que Sardi sonreía en la clase, su sonrisa iluminaba el aula. Y cuando salíamos al recreo, su sonrisa iluminaba también el patio de la escuela. Y en ocasiones, hasta el cuarto donde los celadores guardaban las tizas. Y la plaza donde se halla la estatua de nuestro héroe epónimo, aquel que se lanzó al río junto con el caballo para no entregar su estandarte al enemigo. Pero no el primer día de clase. Ese día, la sonrisa era reemplazada por la melancolía.
Cuando Sardi atravesaba el portón de la escuela en su primer día de clase, se hundía en la congoja. Y aunque el pobre hijo del deshollinador intentaba sonreír, las lágrimas rodaban por su rostro, trazando surcos en su tiznada piel. Más de una vez me tomó la mano y me murmuró quedamente: “Me la veo venir”, pues muchos de los queridos ex maestros aprovechaban el primer día de clase para despedirse de sus ex alumnos. Los ex maestros sufrían de penosas enfermedades y a una escena conmovedora le seguía otra aún más conmovedora. Y este último año, en ese primer día de clase, a tanta congoja se sumó la tragedia del grupo escultórico, y se cumplieron los peores augurios del enclenque niño.
Apenas Sardi cruzó el umbral de la escuela, observó a lo lejos a don Curzio, el ex maestro de segundo grado, que había venido a despedirse para siempre de sus discípulos. Cuando Sardi vio a don Curzio desde una cuadra de distancia se sintió embargado por la emoción e intentó esconderse en la carbonera. Pero don Curzio, aunque aquejado de dolorosas enfermedades, conservaba una vista de lince y gran vigor en las piernas. En unas pocas zancadas logró meterse en la carbonera y le gritó al niño con metálica voz quejumbrosa:
–Entonces, pequeño amigo ¿esta es la última vez que te veré en este aciago mundo?
Sardi se quedó aturdido por esas palabras. Y aún más, por el tono de su ex maestro. Y especialmente por el vendaje que rodeaba su garganta. Pues las cuerdas vocales del ex maestro de canto habían sido operadas y…. En fin, no quiero mencionar el terrible mal que afectaba las cuerdas vocales de don Curzio.
Al observar a su querido ex maestro, Sardi comenzó a temblar como una hoja. Pero, sacando fuerzas de su flaqueza, osó preguntar:
– ¿Por qué no voy a verlo más, querido maestro?
– ¿Cómo, no te contaron? – Le preguntó el maestro siempre sonriente.
– ¿Recuerdas mi problema en las cuerdas vocales? Pues ahora, el mal se me subió a la cabeza y... – Don Curzio inclinó la cabeza y Sardi vio que en el centro de su cráneo había una especie de corcho, como los de sidra.
–Oh, es una secuela de la trepanación– comentó don Curzio apuntando al tapón con el índice de su mano izquierda.
– ¿Es grave? – Le preguntó Sardi apoyando una mano en la pared. Tuve que sostener a mi amigo para que no se resbalara al suelo.
 –No hay por qué preocuparse – dijo el ex maestro. –El cirujano está seguro que me voy a poner mucho mejor cuando me extraigan el punzón. En el apuro por suturarme, se les olvidó un punzón cerca del cerebelo. Pero es un punzón pequeño. De este tamaño.
El ex maestro señaló el pulgar de su mano derecha.
–Querido maestro– musitó Sardi –Mientras hay vida hay esperanzas.
– Por supuesto que sí, por supuesto que sí– dijo el ex maestro con beatífica sonrisa. –Lo que me preocupa no es el punzón sino el tapón en el centro del cráneo: está filtrando. Pero el médico me dijo que ahora hay unos tapones muy buenos, de plástico. Bueno, pero no te quiero hacer perder más tiempo. Seguro que deseas estar en la primera fila durante la ceremonia en que rendiremos homenaje a los muertos por la patria.
El ex maestro le tendió a Sardi su mano, y abandonó la carbonera. Lo observamos cuando se alejaba para siempre, mientras les decía a otros alumnos que pasaban a su lado: “Sepan mis queridos alumnos, que yo siempre, siempre, los recordaré con afecto. Disculpen esta tos tan persistente. Es causada por el bacilo de Koch. Quiero aprovechar también para despedirme del resto de los educandos, inclusive de aquellos que no desean saludarme. Sus razones tendrán”.
Cuando pasamos por el salón principal había como veinte alumnos rodeando al señor Garófalo, el director de la escuela. El señor Garófalo estaba acariciando la cabeza del alumno Robetti, el más reciente de los huérfanos de nuestro plantel. El rostro de Robetti estaba siempre manchado de cal pues el pobre tullido había ayudado a su padre en sus humildes menesteres como pintor de brocha gorda hasta el terrible accidente.
Luego de algunos segundos de silencio en que intentó vanamente controlar su emoción y limpiarse con el pañuelo las manchas de cal que le habían quedado adheridas tras acariciar la cabeza de Robetti, el señor Garófalo anunció que la escuela había decidido adelantar la fecha de conmemoración de los difuntos y develar un monumento integrado por el padre de Robetti, tres albañiles, y una pobre viuda. El padre de Robetti había fallecido al caer en cal viva, mientras trataba de salvar a la viuda, quien se había arrojado a la peligrosa mezcla tras enterarse que su marido la engañaba con una barragana. En el penoso accidente habían muerto también tres albañiles que intentaron salvar al padre de Robetti y a la viuda. Pese a la premura con que actuaron las autoridades, la cal se enfrió y se endureció en torno a los cadáveres. Pero Perlotti, el escultor contratado por el obispo para reparar los bajorrelieves en la catedral, se ofreció a tallar las figuras rescatadas de la gigantesca tina de cal, creando un conmovedor grupo escultórico. El señor Garófalo informó a los alumnos los detalles del programa que se llevaría a cabo mientras tomaba de un pupitre una sábana plegada y la apretaba contra su pecho. En ese momento comenzaron los truenos.
Marchamos de dos en fila hacia el grupo escultórico, emplazado en el centro del patio de la escuela, mientras caían las primeras gotas. Allí nos aguardaba Perlotti el escultor, quien lucía una boina negra sobre su enmarañada cabellera, y una ancha bata de escultor. Perlotti tomó el paraguas que colgaba de su brazo izquierdo y lo desplegó para protegerse de la lluvia.
Mientras el señor Garófalo desplegaba la sábana y se protegía con ella –la sábana estaba destinada a cubrir el grupo escultórico– el escultor le susurró algo al oído, ignorando la perfecta acústica existente en el centro del patio. Oímos acongojados que algunas partes de la cal habían comenzado a desprenderse del grupo escultórico, mostrando la deteriorada carne de los cadáveres.
Observé el rostro de Sardi. Parecía haber adquirido el color de las manzanas cuando les quitan la cáscara. Primero adquirió un tono rojo, luego morado, y al final azul con matices verdosos. Antes que pudiéramos reaccionar, Sardi huyó como alma en pena, y buscó refugio en el santuario donde se guardan las reliquias de Santa Eduvigis.
Cuando llegó la hora del recreo, el señor Garófalo fue a buscar a Sardi al santuario, y lo trajo de regreso al aula, preguntándole si se sentía bien. Curiosamente, en ese momento Sardi parecía el más sano de los educandos, pues habían desaparecido los matices verdosos de su rostro. En cambio, el resto de los alumnos de nuestra clase parecía haber adquirido las tonalidades del rostro de Sardi, tras escuchar otros detalles del escultor Perlotti sobre el deterioro registrado en los cadáveres del grupo escultórico.
Y fue en ese momento, tras carraspear dos o tres veces, que el señor Garófalo anunció la buena nueva:
– ¿Sabéis niños a quienes debemos consagrar esta vez la conmemoración de los difuntos? – Nos preguntó. Y antes de que alguien osara responder, continuó: – ¡A todos aquellos que han muerto por vosotros!
Mientras la lluvia caía con furia sobre los tejados y desprendía trozos de argamasa del grupo escultórico, el señor Garófalo dedicó los veinte minutos siguientes a recordar no solo al padre de Robetti, y a los tres albañiles, y a la pobre viuda, sino a los padres que se habían inmolado en el cumplimiento de su deber, y a las madres que habían fallecido como resultado de las privaciones, o enloquecidas de dolor por haber perdido a un hijo. También recordó a los maestros que habían fallecido de enfermedades contagiosas y aquellos que agonizaban tras sufrir un penoso mal que tras atacarles las cuerdas vocales se había trepado a la cabeza obligándolos a usar un corcho, y que sin embargo, seguían sonriendo a sus educandos con luminosa sonrisa. Y enseguida recordó a los que habían muerto en naufragios y en incendios, y especialmente a los que habían cedido a los niños la última cuerda para salvarse de las llamas. Pues esos mártires habían expirado convencidos de que su último sacrificio había servido al menos para salvar la vida de un pequeño inocente, aunque el destino había intervenido y el pequeño inocente había perecido cuando apenas le faltaban tres brazadas para llegar a la costa.
En ese momento se escuchó un trueno aterrador. Un relámpago iluminó el patio y pudimos observar que el grupo escultórico yacía en el suelo. El señor Garófalo observó la escena, y de inmediato se dirigió al comedor. Poco después emergió del amplio salón acompañado de dos cocineros y tres empleados de limpieza. Todos llevaban manteles en sus brazos, que usaron para cubrir a los integrantes del grupo escultórico.
Y entre tanto, el rostro de Sardi adquirió un aspecto beatífico. Con paso lerdo se acercó a la ventana y observó la caótica escena. En ese momento, un rayo de sol atravesó una de las ventanas del aula e iluminó su cabeza. Pienso que ya en ese momento Sardi había cruzado el umbral y enfilado hacia un sitio más bello.
Al otro día cuando la madre quiso despertar a Sardi, descubrió que su hijo estaba muerto. Una sonrisa embellecía su rostro. Cuando más lo pienso, más estoy convencido de que Sardi no se murió de hambre, sino de algo todavía peor: yo tengo el presentimiento de que Sardi se murió de congoja tras visitar la escuela el primer día de clase.





domingo, 26 de mayo de 2013

Los judíos del Mar dulce, Guadalupe Carrillo, y la imaginación dialógica



Mario Szichman

 “Y así  ¿Qué podía engendrar
El estéril y mal cultivado ingenio mío,
sino la historia de un hijo seco, avellanado,
antojadizo, y lleno de pensamientos varios?”
Prólogo a Don Quijote de la Mancha 

Para Alicia Migdal



Antes de leer la bella reseña que escribió la profesora Guadalupe Isabel Carrillo acerca de mi nueva versión de Los judíos del Mar Dulce, había escrito un texto para este blog, explicando las razones de su reescritura. Decía en ese previo trabajo que con excepción de las tablas de la ley y del discurso de Gettysburg, no hay texto esculpido en piedra. Los libros se escriben con tinta, en un papel. Y cuando uno está descontento con la primera versión, incurre en una segunda.
También los artículos para un blog se escriben con tinta, en un papel, Y cuando uno está descontento con la primera versión, incurre en una segunda. Y en esta ocasión, querría empezar usando otro ángulo, proporcionado por la profesora Carrillo. Pues cuando el monólogo se transmuta en diálogo, el autor y el lector –en este caso el crítico– se retroalimentan, y el producto suele ser muy rico, y bastante difícil de pronosticar por los interlocutores.
Una de las ideas más luminosas de Mijail Bajtin es la de la imaginación dialógica. Voy a abstenerme de ir a la biblioteca y buscar el libro Problems of Dostoevsky´s Poetics porque aunque soy un fiel seguidor de los críticos que admiro, la única manera de averiguar su real influencia es a través de sus sedimentos. Me impresiona mucho la técnica narrativa de Dostoievski. Y Bajtin dice que su impacto está no en los diálogos del escritor, sino en los ecos de esos diálogos. En Dostoievski, aunque abunda la monomanía, no existe el monólogo. Sí, es cierto, sus personajes monologan, pero no hay una sola frase que empiece y concluya en ellos. Cada frase es retomada por otro interlocutor, reelaborada, y puesta nuevamente a circular. El conflicto no es sólo entre dos personas que discuten, sino en el interior de cada frase proferida. Es un peloteo constante en que las ideas son propuestas y cuestionadas. Y todo se elabora a través de ese diálogo de perpetua confrontación. Inclusive los personajes que son vestidos y revestidos de palabras. Las palabras los convierten en seres de tres dimensiones. Y eso es parte importante de la imaginación dialógica.
Creo que es muy beneficioso leer a los malos escritores. Pues entre sus defectos figura la obsesiva necesidad de ser propietarios de la verdad. Y para ello, necesitan confrontar a sus personajes detestables, oponerles sus personajes admirables –que hablan por boca del autor como si fuera por boca de ganso– y derrotarlos.
Pero tras leer a un mal escritor, hay que volver a escritores como Dostoievski. De esa manera se descubre la maravilla de la imaginación dialógica. ¿Quién tiene el monopolio de la verdad en las novelas de Dostoievski? Nadie. Simpatizamos con sus héroes, con el Raskolnikof de Crimen y Castigo, con el Príncipe Mishkin de El idiota. Pero apenas tomamos un poco de distancia, descubrimos que sus interlocutores, y especialmente sus villanos, superan a los héroes en la validez de sus motivos para actuar de cierta manera. Dostoievski nunca nos ofrece una solución en bandeja. Muchos de sus estupendos villanos tienen mejores excusas que sus héroes para actuar de manera deplorable.
Y como la narrativa –o cualquier producción dramática– es esencialmente un conflicto, cuando más titánica sea la lucha de ideas entre el protagonista y el antagonista, más agradecido estará el lector, quien deberá decidir a quién le otorga su voto de confianza.
NO CEDER ESPACIO
Pude disfrutar de los casi alucinantes beneficios de la imaginación dialógica durante la elaboración del texto de mi última novela, Eros y la doncella[i]. Y todavía hoy intento recrear cómo ocurrió. Todas mis anteriores novelas fueron una tarea solitaria. Una vez concluía el primer draft, se lo entregaba a Laura Corbalán, mi esposa por 36 años, para que lo revisara.
La tarea más difícil fue con A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad. Demoré cinco años en finalizarla. No fue un draft, fueron seis, siete, u ocho. Creo que estaba atascado porque en esa época todavía no conocía a Bajtin, o esos libros de autoayuda cuya misión es enseñar a escribir obras de ficción. La novela se extendía en todas direcciones, y carecía de centro. Los personajes aparecían y desaparecían. El texto carecía de rumbo fijo. Y después de tantos trial and errors, por alguna razón –tal vez una discusión bastante subida de tono entre Laura y yo– finalmente A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad pudo enfilar por un buen rumbo.
Pero la confección de Eros y la doncella fue muy distinta. Yo tenía un primer draft, sabía hacia donde deseaba dirigirme, contaba con los personajes principales (Robespierre, Danton, Marat), conocía el período en que debían transitar esos personajes, y poseía buenos referentes históricos. Cuarenta años de periodismo no transcurren en vano. ¿A quién se le ocurre investigar quienes fueron los primeros guillotinados? (cadáveres de un hospital, y tortugas). O ¿cómo hizo el pintor David para mostrar el rostro agónico de Marat en su bañera? (David siempre tenía a mano media docena de cadáveres que compraba a un proveedor. Los cadáveres eran guardados en tinas repletas de alcohol o de aguardiente. No duraban más de una semana. Y en el ínterin, si había que usar alguno, se ablandaban sus miembros sumergiéndolos en bañeras de agua caliente). ¿Por qué la ejecución de Robespierre fue tan recordada? Porque  Robespierre era un coqueto cuyo peluquero le empolvaba cotidianamente la peluca con talco. Y cuando guillotinaron a Robespierre, se alzó una nube de talco de su empolvada peluca, creando una sensación entre los habitués a la Plaza de la Revolución.
Pero había un problema con Eros y la doncella: estaba sobresaturada de historia. Y allí fue cuando comenzó a funcionar la imaginación dialógica. En frecuentes diálogos por Skype, la profesora Carmen Virginia Carrillo iba leyendo los capítulos, hacía comentarios, y todo aquello que le parecía sacado de un texto de historia aconsejaba eliminarlo o corregirlo. Es increíble. Cuando un novelista escucha las palabras de su personaje reiteradas por la voz de un interlocutor, algo hace clic en su cerebro. En ese sentido, creo que los dramaturgos tienen una enorme ventaja sobre los novelistas. Pues la voz interior nada tiene que ver con la voz exterior. ¿Acaso no quedamos sorprendidos cuando oímos nuestra voz reproducida en un grabador?
Esa traducción de la novela a un diálogo entre dos participantes llevó a Eros y la doncella por caminos inesperados. Hizo surgir, como de la galera de un mago, a una pareja, el convencionista Louvet, y su esposa Lodoiska. Y también hizo brotar al general Francisco de Miranda, el Precursor de nuestras desdichadas independencias. Sin la imaginación dialógica, librada la novela al criterio de Mario Szichman, al menos tres personajes no hubieran existido. Y cuando reviso la novela, y la observo tratando de olvidar el período previo a su concepción, considero esos personajes imprescindibles.
LA NECESIDAD DE DESCENTRAR
La crítica que ha hecho la profesora Guadalupe Carrillo de la reescritura de Los judíos del Mar Dulce transcurre por similares carriles. Su lectura de la novela generó muchas respuestas. La primera es la del epígrafe de este trabajo.
Recuerdo que por la época en que publiqué Los judíos del Mar Dulce, yo estaba obsesionado con esa frase del prólogo del Quijote: “¿Qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensamientos varios?” Bueno, no era un hijo avellanado y antojadizo, sino toda una familia, los Pechof, avellanada, antojadiza, y llena de pensamientos varios. Y como no quiero mentir al lector ni mentirme a mí mismo, debo decir que en aquella época me aterraba no poder acceder a ese Parnaso literario donde los autores logran publicar su producción escogida o completa en libros encuadernados en cuero y con filigrana de oro. Especialmente, los producidos por la editorial Aguilar[ii].
TEXTO Y CONTEXTO
La crítica que hace la profesora Guadalupe Carrillo a la versión en Ebook de Los judíos del Mar Dulce, en su blog http://www.notaapiedepagina.blogspot.com responde a preocupaciones que me venían inquietando desde hace cuatro décadas. Su reelaboración, y los puntos en que la reelaboración se ha convertido en flamante escritura (hay más de 100 páginas nuevas, nuevos personajes, inclusive incursiones en otros territorios, como la visita de tres de los hermanos Pechof al Uruguay). Y si bien se mantiene el núcleo central: la agonía y muerte de Eva Perón en 1952, hay un desplazamiento. En la primera versión, los cañones estaban enfilados hacia la familia Pechof. Ahora, buena parte de las andanadas se dirigen hacia el peronismo, hacia algunas de sus prominentes figuras, sus persistentes ritos colectivos, y algo que podría considerarse de manera piadosa  su “ideología”.
“Constantemente”, dice la profesora Carrillo, “observamos un contrapunteo entre lo que los hermanos Pechof desearían que fuera su vida y la realidad que los confronta: la llegada a un país que los rechaza haciéndolos padecer una doble xenofobia: por ser extranjeros y por ser judíos que huían de las terribles garras del letal nazismo. Esto último incluso los ubica en una condición aún más débil: ser refugiados. La mayor parte de sus experiencias lleva, pues,  el sello de la hostilidad”.
El deslizamiento también afecta a ciertos personajes. En la primera versión Natalio Pechof, el intelectual de la familia, tenía una bibliografía bastante escueta, más inclinada hacia el sionismo y el socialismo democrático. Pero en esta nueva versión, ya sus ambiciones han crecido, e intenta usar la filosofía de Kierkegaard para analizar La razón de mi vida, el libro supuestamente escrito por Eva Perón, uno de los pilares de la doctrina justicialista.
También, como señala la profesora Carrillo, otros personajes de la familia Pechof han alterado y profundizado sus obsesiones. Inclusive se han hecho más audaces. Y en ese sentido, es un poco el reflejo de un escritor cuyas experiencias  son distintas a las que vivía cotidianamente hace cuarenta años.
Por cierto, el texto de la profesora Carrillo ha convocado el recuerdo de una novela que sigo considerando una de las grandes producciones literarias de Venezuela: Piedra de Mar, de Francisco Massiani. La lúcida idea de Massiani es ésta: Un adolescente, carente de toda experiencia de la vida, desea escribir una novela. Por lo tanto, decide llamar por teléfono a sus amigos, y preguntarles por sus experiencias cotidianas. Esas experiencias irán construyendo la novela. Todo el texto es muy tierno, y muy divertido. Además, la idea es brillante.  Cuando escribí Los judíos del Mar Dulce me sentía un poco como Pancho Massiani. ¿De qué podía escribir, si carecía de toda experiencia vital?
Y como la profesora Carrillo tiene un sexto sentido[iii] ha dado en el clavo con algo que no siempre reviste gran importancia: la estructura novelística de Los judíos del mar dulce. “El prólogo y el final coinciden”, dice la profesora Carrillo. “Berele,  hijo de Natalio, está montando una película que represente la vida de los Pechof desde su salida de Polonia. Esta circularidad proyecta la sensación de continuidad, de vida que avanza  a pesar de los cambios, las pérdidas o los éxitos”.
En la película El Gatopardo, Luchino Visconti ordenó poner ropas muy costosas, y de época, en guardarropas que permanecían cerrados. Burt Lancaster, el personaje principal de la película, le preguntó a Visconti por qué ese gasto que consideraba inútil, pues el espectador nunca vería esas ropas. Y Visconti le respondió que para él, lo único importante era que los personajes del filme estuvieran enterados de su existencia. Tal vez –y ojalá– el lector ignore que esa circularidad existe en mi novela, y sólo esté interesado en las peripecias de los personajes. Pero para el escritor es importante saber que ha podido manejar el trasfondo, desplazar con seguridad a los seres humanos que habitan su novela.
AJUSTES DE CUENTAS
En el caso de Los judíos del Mar Dulce creo que la influencia de Roberto Arlt fue mi salvación y mi condena. Cuando se trata de alentar el oficio de escribir, Arlt tiene una de las frases más bellas de la literatura latinoamericana: “El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo”, que figura en el prólogo a su novela Los Lanzallamas. Pero en ese mismo prólogo, Arlt señala algo que me llevó por un camino errado. “Se dice de mí que escribo mal”, reconocía Arlt. “Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias”.
Eso de no preocuparse por “escribir bien”, tuvo una influencia muy negativa al comienzo de mi carrera. Para la época de Los judíos del Mar Dulce no tenía mucho interés en las reglas de la gramática, o en el armado de un libro. Me parecían una pérdida de tiempo.
Existía inclusive una especie de orgullo de escribir “mal” entre algunos de los narradores de mi generación. Los que escribían bien eran los escritores de derecha, aquellos pertenecientes a la revista Sur, o los oligarcas. Inclusive había otra especie de orgullo: quienes pertenecían a la izquierda no leían a los escritores de la derecha. Tuvieron que pasar muchos años antes de que me animara a leer a Eduardo Mallea, a Manuel Mujica Laínez, a Manuel Peyrou. No sé si Marco Denevi entraba o no en esa categoría de escritor de derecha, pero también figuraba entre los autores que no quería leer.
Las cosas que uno se pierde por aceptar prejuicios.  Creo que Marco Denevi nunca escribió un libro malo, y que algunas de sus novelas son excepcionalmente buenas. Hay una que transcurre en un velorio, no recuerdo ahora el título, que me parece una joya.Y están otras obras perfectas, como Rosaura a las diez, y Ceremonia Secreta.
Tal vez Mallea comenzó a repetirse en sus novelas, pero hay relatos inolvidables en sus libros Cuentos para una inglesa desesperada y La ciudad junto al río inmóvil. Y el libro de cuentos de Mujica Laínez Misteriosa Buenos Aires, es admirable. No pienso leer en cambio Bomarzo aunque me pongan una pistola en la cabeza.
APRENDER A ESCRIBIR
Algunos años de experiencia y algunos golpes bien propinados por los críticos me enseñaron que es preferible escribir lo mejor posible, aunque escaseen los lectores. El otro problema de la primera versión de Los judíos del Mar Dulce era la abundancia de localismos y ciertas alusiones, imposibles de descifrar fuera de la comunidad judía de Buenos Aires. Peor aún, tampoco correspondían a una parte importante de esa comunidad. Había referencias demasiado frescas, demasiado cercanas. Creo que hasta perdí algunos amigos por esas alusiones que rozaban a sus familias.
También estaba el problema de la familia Pechof, diseminándose por todas partes. Y por último el bochinche se acentuaba por el excesivo uso de palabras en idisch, que Germán L. García consideró, sabiamente, como el idioma de la culpa. (Aunque puede ser también el lenguaje del escamoteo. Mis padres solían hablar en idisch delante de la shicse[iv], para que ésta no se enterara de lo que estaban diciendo).
Afortunadamente, en la reseña de la profesora Carrillo, esos temas afloran, prevalecen, son discutidos.
La primera versión de Los judíos del Mar Dulce tenía una sentencia de Albert Memmi: “Yo era un mestizo de la colonización, que comprendía a todos porque no era totalmente de nadie”. Cuarenta años no pasan en vano. Tras varios mestizajes he cesado de comprender a muchas personas que no se lo merecían. Pero la sentencia que incorporé a la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce, y que pertenece a Thomas Hardy, se vincula a mi preocupación por el lenguaje: “The fact is that nearly all things are falsely, or rather inadequately named.”[v]
La sentencia la encontré en el excelente libro de Michael Ragussis, Acts of Naming, The Family Plot in Fiction. Y tiene mucho que ver con la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce[vi].
Cuando escribí la primera versión de la novela acababa de aparecer un libro sobre Cien años de soledad escrito por Josefina Ludmer – ¿sería en la Editorial Tiempo Contemporáneo? No recuerdo mucho del libro, pero si el árbol genealógico que Ludmer trazó de la familia Buendía. Y me fascinó seguir la pista a todos esos antepasados. Como me atrae el apéndice que Faulkner añadió a la segunda versión de The Sound and the Fury, donde detalla la historia de los Compson, que se inicia en 1699 y concluye en 1945. ¡Oh, si hubiera podido contar con una familia como los Buendía o los Compson, pese a su eximio nivel de perversión! Pero la familia Pechof es, con grandes salvedades, una combinación de mi familia paterna, los Szichman, y mi familia materna, los Szylder. Y aunque en ambas familias abundaron los heroísmos, no hubo muchos antepasados heroicos.
Para que prospere una buena genealogía es necesario que los hijos sucedan a los padres, y que los nietos comparezcan después de los hijos. Eso es extender el linaje en el territorio de la diacronía. Pero ¿qué ocurre cuando tres generaciones de una familia son segadas en el mismo pogrom? La historia queda abolida, los recuerdos se fusionan, y triunfa la sincronía. Es un poco lo que ocurre con algunas pinturas de Leonardo da Vinci, donde aparecen tres generaciones de mujeres, pero nadie puede descubrirlo por los rostros, pues es difícil discernir la edad de madres, hijas y abuelas, como si todas ellas hubieran sido forjadas en la misma plantilla. En ocasiones puede ser una excelente receta para el incesto. Y creo que en la familia Pechof el incesto está a la orden del día. Tal vez es un reflejo de las peripecias que sufrió la familia Szichman (salvo el incesto). Parte pudo huir de Polonia, y establecerse en la Argentina, pues logró llegar antes de 1933, cuando cerraron las puertas de la inmigración. La otra parte quedó varada en Polonia, y nunca más se supo de su suerte, aunque es presumible que ninguno de sus integrantes falleció de muerte natural, o fue alojado en una tumba con nombre.
La familia Szylder corrió mejor suerte. Todos sus miembros lograron arribar sanos y salvos a la Argentina. Estaba constituida por mis abuelos y nueve hijos, seis mujeres y tres varones. Cuando los hijos mayores de mi abuela verificaron que con sus progenitores había once bocas que alimentar, decidieron poner a mi abuela en un altar, para que mi abuelo no pudiera alcanzarla.
La (mala) suerte y la (buena) suerte corrida por esas dos familias –ya estoy escribiendo como un lacaniano– me ayudaron a crear una genealogía diferente en el terreno de la literatura. Una genealogía de personas arracimadas, con identidades que en ocasiones ni yo mismo pude desentrañar. Inclusive llegué a crear una hija intercambiable, llamada Rifque compartida por todos los miembros de la familia Pechof. Y de esa manera, los Pechof empezaron a crecer –sincrónicamente– en todas direcciones, imitando a ese personaje que marchaba en la cuerda de presos de Ginesillo de Pasamonte, quien se había burlado “demasiadamente” con dos de sus primas hermanas, y “con otras dos hermanas que no lo eran mías” hasta que de tanto burlarse había crecido la parentela “tan intricadamente, que no hay sumista que la declare”.
Pero el exceso se paga caro. La genealogía de los Pechof creció como la hiedra. Y a veces era difícil decidir quién era quien. Recuerdo que durante el proceso de corrección de la segunda versión su editora, la profesora Carmen Virginia Carrillo, me preguntó por qué en algunas partes del texto un sobrino se transformaba en un primo, o un hermano de Dora –una de sus protagonistas– se convertía en su esposo.
Era como si en la novela hubiera intervenido la censura franquista para transformar lo recatado en indecente, ejemplificado en el célebre caso del doblaje de la película Mogambo. Los inquisidores del franquismo decidieron que la pareja protagónica, constituida por Clark Gable y Ava Gardner, no fuesen amantes, sino hermanos. Y en algunas escenas, esos hermanos se besaban de manera tórrida, o se iban juntos a la cama.
Creo que esta segunda versión de Los judíos del Mar Dulce es más comprensible. Pero además, como cuarenta años no pasan en vano, hay elementos en esta versión que eran imposibles de adivinar. En 1971, el peronismo estaba proscripto. En 1973, logró llegar al poder. En 1976, los militares desalojaron al peronismo del poder e hicieran desaparecer a varios millares de personas, que declararon “ausentes para siempre”. En 1983, y tras la derrota de las fuerzas armadas en las islas Malvinas, retornó la democracia. Y en la primera década de este siglo, el peronismo se consolidó en el poder. Y me resultó posible hacer un balance entre el peronismo que gobernó entre 1945-1955, época en que transcurre Los judíos del Mar Dulce, y la época actual. De nuevo, en el presente, como en el pasado, el peronismo lucha contra el agio y la especulación, de nuevo escasean los dólares, de nuevo el país enfila hacia el lugar que legítimamente le corresponde en el concierto de las naciones, de nuevo el populismo muestra sus costuras y su intemperancia ante el adversario. También en algunos actos la gente salta sobre una pierna para expresar su repudio a algo. ¡Y hay tanto que repudiar!
Otra cosa imposible de adivinar en 1971 era mi futuro. Me faltaba algún tiempo para conocer a Laura Corbalán, mi esposa de 36 años, una intelectual extraordinaria, una psicoanalista de excepción que, como señalé antes, me ayudó a transformar un ingobernable texto como A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad en una novela. Escribí la novela entre 1975 y 1980, en Caracas, la mandé a un concurso en Estados Unidos, gané, y con Laura nos fuimos a vivir a Nueva York por un corto plazo que se transformó en un larguísimo plazo. Laura falleció en octubre de 2011, y yo aún continúo en Nueva York. Es muy difícil acostumbrarse a vivir en Nueva York. Y es aún más difícil abandonarla.
UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD
La adquisición de un nuevo idioma, la tarea de trabajar y volver a trabajar un texto desde el español y desde el inglés, ha cambiado mi forma de redactar. Hace 30 años me gustaban las frases largas, con muchas cláusulas subordinadas, como las elaboradas por Proust y Faulkner, que sin saberlo compitieron por la frase más larga en la historia de la literatura. Creo que ganó Proust en A la búsqueda del tiempo perdido. La segunda frase más larga está en The Bear, de Faulkner. Ambos son ejercicios de virtuosismo. No sé si aportan mucho a la literatura. Queremos ver a un nadador en acción, no aguardar mansamente a ver cuánto aguanta la respiración bajo el agua. Se pueden hacer cosas excelentes con un sujeto, un verbo, y un predicado. También Faulkner lo demuestra. En The Wild Palms, hay una de las frases cortas más bellas de toda su literatura: “Yes, between grief and nothing I will take grief.” [vii]
En mi segunda etapa como escritor –hubo un hiato de 20 años en que nadie estaba interesado en publicarme– fueron otros los autores que se convirtieron en mi constante compañía.  Primero y principal, Jim Thompson.  Rezo cotidianamente en el altar de Big Jim. Y luego están Faulkner,  Flannery O´Connor, el Hemingway de sus primeros cuentos, el Truman Capote de Handcarved Coffins, y todo Kurt Vonnegut. Y Evelyn Waugh, el autor de The Loved Ones, una sátira de la industria funeraria de Los Angeles. Waugh es también el autor de un inolvidable cuento de terror, The Man Who Loved Dickens. Es realmente un cuento lapidario. Después de leerlo, es improbable que alguien se anime a incursionar otra vez en las novelas de Dickens. Lo cual es injusto.
Esta nueva versión de Los judíos del Mar Dulce tampoco existiría sin la invalorable, tenaz colaboración de la profesora Carmen Virginia Carrillo. Ella me ayudó a revisar el texto final, línea por línea, en el curso de un diálogo constante, indagador. Pues la profesora Carrillo pertenece a una escuela de la crítica literaria ya en vías de extinción: la que confronta al autor y lo cuestiona. Además, cuenta con una virtud muy rara: aunque devora relatos, no come cuentos.
El grande entre los grandes Leonard Cohen suele decir: I have taken a lot of Prozac, Paxol, Wellbutri, Reflexol, Ritalin and Focalin... I have also study deeply the philosophies and the religions ... But cheerfulness kept breaking in.Como Cohen, yo también tuve mis altibajos, mis búsquedas, y desencuentros. Por eso es siempre grato encontrar seres humanos que suavizan la melancolía, alientan la euforia y contribuyen a que la alegría se siga desbordando.
Nueva York, mayo de 2013
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La nueva versión de Los judíos del Mar Dulce circula como ebook en Amazon.com, Sony Reader, y en KoboBooks.com
En los próximos días circulará también en Barnes and Noble.



[i] Editorial Verbum, Madrid, 2013. Edición al cuidado de la profesora Carmen Virginia Carrillo.
[ii] Jorge Luis Borges tuvo la desdicha de que sus Obras (parcialmente) Completas fueran publicadas por la editorial Emecé. Tengo el ejemplar del libro publicado en 1975. Ahora parece una colcha empatada de retazos, descuadernada. Cuando la compré era una edición de lujo. Si bien el papel es tipo biblia, las tapas y el lomo dejan mucho que desear. ¿Por qué la industria editorial en la Argentina muestra tan poco respeto por el lector? Esa es una de las ventajas de tener un blog. Uno puede plantear quejas personales difíciles de enunciar en artículos periodísticos.
[iii] Un buen ejemplo es su libro Miradas a la ciudad (Ediciones de la universidad del estado de México, 2011). Allí analiza con enorme perspicacia las obras de Julio Cortázar, Julio Ramón Ribeyro, Carlos Fuentes y Julio Garmendia, y su representación del imaginario colectivo de cuatro ciudades latinoamericanas.
[iv] Sirvienta. Ahora diríamos personal de servicio. Pero mi familia no era políticamente correcta.
[v] Lo cierto es que casi todas las cosas son designadas de manera falsa o algo inadecuada.
[vi] Tras releer, después de muchos años, la primera versión de la novela, me encontré con una especie de acertijo. Me detuve en algunos capítulos tratando de descifrar qué diablos había querido decir. No siempre lo conseguí.
[vii] Sí, definitivamente, si me dan a elegir entre la pena y la nada, elijo la pena.