domingo, 29 de mayo de 2016

Beatrice Cenci: Mentira romántica, verdad casi novelesca


Mario Szichman


Beatrice Cenci. Presunto retrato de Gino Reni

La amada ideal de Don Quijote se llamaba Dulcinea del Toboso. Cervantes nos informa que vivía cerca del caballero andante “una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo”. La moza se llamaba originalmente Aldonza Lorenzo, pero Don Quijote optó por rebautizarla Dulcinea, “nombre, a su parecer, músico, peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto”.
Dulcinea era una joven “virtuosa, emperatriz de La Mancha, de sin par y sin igual belleza”. En cambio, las buenas o malas lenguas decían de Aldonza Lorenzo “que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”.
Apenas seis años antes que Cervantes publicase El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), ocurrió una tragedia en Roma  que convirtió a Beatrice Cenci en la favorita de poetas, dramaturgos, novelistas y finalmente cineastas. Como Dulcinea del Toboso era, según la leyenda, una diosa de belleza, la damisela más pura, y también “un ángel caído”. Fue decapitada en 1599, en Roma, junto con varios miembros de su familia, por asesinar a su padre, Francesco Cenci, quien la habría violado, según la leyenda, en reiteradas ocasiones.
Su imagen, aseguran, fue inmortalizada por Guido Reni, así como por Caravaggio.
La primera mención idealizada de Beatrice Cenci aparece en la obra teatral El combate contra natura, de Philip Massinger (1619). Tras dos siglos, los románticos ingleses y franceses resucitaron a Beatrice, que nunca más abandonó su sitial de heroína. Todo comenzó con el drama The Cenci: A Tragedy in Five Acts (1819), del poeta inglés Percy Bysshe Shelley. Le siguieron Stendhal, Alejandro Dumas, Astolphe de Custine,  Charles Dickens, Alfred Nobel, más famoso por los Premios Nobel que por inventar la dinamita, Stefan Zweig, Alberto Moravia, Antonin Artaud, y el director de cine Lucio Fulci. La lista no es exhaustiva.   
Charles Nicholl, en The London Review of Books, hizo un buen análisis de la distancia entre la leyenda y la historia en el caso de la parricida. En primer lugar, dijo, “Beatrice  se convirtió en un símbolo de la resistencia del pueblo de Roma contra la arrogante aristocracia”. Los romanos dieron un impulso adicional a la leyenda al señalar que cada año, durante la noche previa al aniversario de su decapitación, Beatrice retorna al puente donde fue ejecutada, portando en sus manos su seccionada cabeza. 
Hay escasas partes de la leyenda que son ciertas. Por ejemplo, sí resistió los primeros interrogatorios y torturas con ejemplar coraje. También exhibió gran valentía frente al verdugo. El resto, como dirían en estas tierras, es un engendro de la imaginación.
El atractivo de la historia de esta particular heroína se basa en parte en su erotismo, combinado con una buena dosis de violencia. A eso se suma la intervención personal de un Papa, Clemente VIII, quien ordenó la condena a muerte de los complicados en el asesinato.
Shelley decía que el homicidio revelaba “las cavernas más sombrías y secretas del corazón humano”.
Básicamente, esta es la historia de lo ocurrido con Francesco Cenci, un noble romano famoso por su violento carácter, su riqueza, y su influencia con la curia eclesiástica. En 1595, Francesco llevó a su segunda esposa, Lucrecia, junto con Beatrice, al castillo de La Petrella, en la provincia de Aquila. Allí ambas mujeres vivieron como prisioneras y, siempre según la leyenda, fueron sometidas a toda clase de vejaciones.
Sin embargo, Beatrice pareció contar con cierta libertad de acción, pues se convirtió en amante del alcalde del castillo,  Olimpio Calvetti, un hombre casado. (Su esposa, Plautilla, fue una de las primeras en ser informada de la muerte del páter familias).
El 9 de septiembre de 1598, tres años después de mudarse al castillo, las mujeres, ayudadas por Olimpio Calvetti y por Giacomo y Bernando Cenci, hermanos de Beatrice,  se libraron de Francesco Cenci.
Al principio, algunos creyeron que se había tratado de un accidente. El cadáver de Francesco apareció en una red de madrigueras, situada debajo de un balcón de madera del palacio. Había un boquete en el centro del balcón. Tal vez el amo del castillo había caído por el hueco. Pero la presunción de accidente fue rápidamente desechada por las autoridades. El boquete era demasiado pequeño como para que a través de él se hubiera desplomado el voluminoso Francesco.
Horas después, al ser lavado el cadáver del noble, se encontraron tres heridas en un costado de su cabeza, dos, en la sien derecha, y una cerca del ojo derecho.
Semanas más tarde, y tras varias sesiones de tortura, se descubrió que Francesco había sido drogado con somníferos preparados por Lucrecia,  su segunda esposa, y ultimado luego por Olimpio Calvetti, el amante de Beatrice, quien fue asistido por Marzio Catalano. Uno de ellos introdujo al drogado Francesco un clavo de hierro en el ojo derecho. El otro asestó al clavo tres golpes con un martillo. Al parecer, las dos heridas en la sien derecha fueron intentos fallidos. El tercer martillazo al clavo fue el golpe de gracia, pues horadó el cerebro.
La investigación, primero de las autoridades napolitanas –el castillo donde se consumó el crimen quedaba entonces en la provincia de los Abruzzos Ulteriores– y luego de las romanas, concluyó con el arresto de buena parte de la familia Cenci. Lucrecia, la madrastra de Beatrice, y sus hermanos, Giacomo y Bernardo, confesaron el crimen. Aunque Beatrice negó todo al principio, tras varias sesiones de horribles torturas –el sadismo no lo inventó precisamente el marqués de Sade– terminó también confesando.
Se hicieron esfuerzos a fin de conseguir clemencia para todos los acusados, tomando en cuenta la continua violencia de Francesco Cenci contra sus familiares. Al comienzo, el Papa Clemente pareció dispuesto a una sentencia más benigna. Mudó de parecer tras cometerse un crimen en el seno de otra familia de la nobleza romana. Por esos días, la marquesa Constanza Santa Croce había sido asesinada a puñaladas por su hijo, Paolo, pues se negaba a hacerlo heredero de su vasta fortuna.
El Sumo Pontífice consideró que el escarmiento a los Cenci podría disuadir a otros nobles de la tentación de acabar con parientes capaces de frustrar sus anhelos de riqueza, por lo tanto, Beatrice, Lucrecia, y Giacomo fueron ejecutados. Solo  Bernardo fue perdonado, debido a su juventud. En el momento del crimen, tenía quince años de edad. De todas maneras, colocado a un costado del patíbulo, debió presenciar la tortura y muerte de miembros de su linaje. (Giacomo fue quien más torturas sufrió antes de morir a martillazos).

FORJANDO LA LEYENDA

Muy pocos elementos de la leyenda han logrado acomodarse a la realidad. La verdad sobre Beatrice Cenci fue revelada hace 139 años, por Antonio Bertoletti en un pequeño volumen, Francesco Cenci e la sua Famiglia. (Firenze, Italia, 1877), aunque escasos autores hicieron caso de ella.
Bertoletti descubrió en la biblioteca Vittorio Emmanuele, de Roma, un manuscrito titulado ‘Memorie dei Cenci’ en el cual el conde Cenci registró los nacimientos y muertes de sus muchos hijos. Bertoletti descubrió así que: ‘Beatrice Cenci mia figlia. Naque alla 6 di febraio 1577 di giorno di mercoledi alla ore 23, et e nata nella nostra casa’. Por lo tanto, Beatrice no tenía 16 o 17 años cuando fue ejecutada, según la leyenda. Si había nacido en febrero de 1577, al morir tenía algo más de 22 años. Estamos hablando del siglo XVI, cuando las mujeres se casaban a los 13 o 14 años de edad –más o menos la edad de Julieta–. Una mujer de algo más de 22 años, era considerada una solterona, solo apta para vestir santos. Recién a partir de la segunda mitad del siglo XX las mujeres lograron prolongar su belleza durante algunas décadas. Manuela Sáenz, la “libertadora del Libertador” Simón Bolívar, era una matrona antes de cumplir los cuarenta años.
Bertolotti ofreció un dato adicional que pondría en duda la angelical belleza de Beatrice. “El hecho de que a su edad no hubiese encontrado marido, pese a una dote de veinte mil coronas, indicaría que no era tan bella” como quiere hacer creer la leyenda. Veinte mil coronas era una suma importante en esa época. Más de un potencial marido cargado de deudas estaba en condiciones de aceptar una consorte con rostro algo menos que angelical, a cambio de esa fortuna.

RETRATOS

Muchos atribuyen la fascinación que despertó Beatrice entre los escritores, a un retrato de Guido Reni asociado con la parricida. Sirvió de inspiración a Shelley cuando lo vio en el Palazzo Colonna, en 1818. Shelley le mostró una copia a uno de sus sirvientes romanos, “quien reconoció de inmediato la imagen como el retrato de La Cenci”.  Un año más tarde, el poeta concluyó su obra The Cenci: A Tragedy in Five Acts.
También Herman Melville, autor de Moby Dick, quedó impresionado con esa pintura, tras ver el original durante una visita a Italia. El 3 de marzo de 1857, escribió en su diario: “Hay una expresión de sufrimiento en torno a la boca, una cautivante mirada de inocencia que no ha sido percibida en copia o grabado alguno”.  
Existen algunos problemas con ese retrato. Según la leyenda, Reni hizo el cuadro de la joven cuando ésta se hallaba en prisión, a fines de 1598, o en 1599. Otra leyenda alternativa es que el artista la visitó en la cárcel de Corte Sevella. Una tercera, que el pintor la vio en la calle, cuando marchaba hacia el patíbulo.
La contrariedad es de dos clases. En primer lugar, Reni llegó a Roma recién en 1608, varios años después de la ejecución. Pero además, la dama del retrato formaba parte del elenco estable de Reni. El pintor usó el mismo rostro en diferentes cuadros con distintos temas.  
Nicholl dijo en The London Review of Books que la dama, con su famoso turbante en la cabeza, es, en realidad, una representación de las Sibilas, esas mujeres sabias a quienes los antiguos atribuían cualidades proféticas. En la Galería Uffizi, de Florencia, hay una Sibila de Cumas pintada por Reni. Su cabeza está ataviada con un turbante.  
Bertolotti indicó que la misma cabeza, el mismo rostro angelical pintado por Reni, pueden observarse en la Galería Barberini, en una capilla de la iglesia de San Gregorio, en el Palacio Orsini, y en el palacio Rospigliosi. Cuando la dama en cuestión “uno de los modelos favoritos” de Reni, no aparecía como una de las Sibilas, se permutaba en musa.


Judith decapitando a  Holoferne  de Caravaggio

Otros aventuraron la posibilidad que el retratista de Beatrice haya sido en realidad Caravaggio, quien habría utilizado algunos elementos del drama en su cuadro Judith decapitando a  Holofernes. Caravaggio trabajaba en Roma en la época del proceso y ejecución de Beatrice. El cuadro del asesinato de Holofernes corresponde a ese período.  Además, hay evidencias que presenció la ejecución pública de la dama y de varios miembros de su familia.  
El fresco de Caravaggio es mucho más “realista” que el de Reni. La expresión de Judith no es la de un ángel de inocencia, sino la de una mujer decidida a acabar con un mortal enemigo. La sangre fluye a torrentes y mancha las sábanas de la cama donde se consuma el asesinato. Y como señala Nicholl, hay un innegable contenido erótico. “Uno de los endurecidos pezones” de Judith, dice el crítico, “fue pintado de manera muy específica debajo de la túnica blanca”.  
De todas maneras, persisten las dudas. Un articulista anónimo señalaba en la revista The Aquary, de enero de 1879, que inclusive si Caravaggio hubiese logrado acceso a la prisión donde estaba recluida Beatrice, jamás habría logrado retratar con amabilidad a la homicida. “Envejecida, lacerada por la tortura, era imposible que presentase un semblante juvenil y sereno”, indicó el redactor.

EL SECRETO MEJOR GUARDADO DEL MUNDO

La leyenda de Beatrice Cenci recibió la estocada final por parte de Bertolotti, a raíz del descubrimiento de un codicilo del testamento firmado por la parricida dos días antes de su ejecución. El codicilo, que no debía ser revelado inclusive después de su muerte, creaba una partida secreta a favor de la viuda Madona Chaterina de Santis y de Margharita Sarocchi. “Y ahora”, anunciaba Bertolotti en su libro, “después de 278 años” de la muerte de Beatrice, “estamos en condiciones de destruir muchas ilusiones románticas”.
En el codicilo se indicaba que las dos mujeres antes mencionadas debían administrar un fondo de 1.000 coronas “para ofrecer apoyo a cierto niño pobre” y entregárselo completo “una vez cumpla los veinte años de edad”.
El investigador indicó que “esa era la razón” de  que Beatrice “prohibiera la apertura del codicilo tras su muerte. Necesitaba proveer recursos a su propio hijo. La muchacha, nacida en el seno de una noble familia, no podía confesar su pecado. Gracias al consejo de su confesor, tomó previsiones a favor de su vástago”.
La leyenda señala que Francesco Cenci violó en reiteradas ocasiones a Beatrice. La conjetura de Bertolotti es que Francesco se llevó a Beatrice y a su segunda esposa Lucrecia al castillo, cuando Beatrice quedó embarazada de algún amante.  
Bertolotti supone que las mujeres a las cuales Beatrice ofreció el legado actuaron como mediadoras en sus encuentros amorosos, “o la ayudaron en el momento de dar a luz a su hijo”.
De todas maneras, añadió el ensayista, el hecho de que Beatrice “viviese desde temprana edad en una familia donde el libertinaje era rampante y habitual, y donde estaba presente el diabólico ejemplo de su padre”, poco ayudó a su moral.
Esa revelación, algo incómoda, no es muy útil a la hora de escribir sobre Beatrice Cenci, aunque, como decía Bertolotti, la parricida “merece más piedad que culpa”. Al mismo tiempo, indica que la posteridad no garantiza el descubrimiento de la verdad. Inclusive autores que tuvieron acceso al documento de Bertolotti no le otorgaron importancia alguna. Es preferible creer que Beatrice fue pintada por Guido Renni y por Caravaggio, es preferible sugerir que fue víctima de la pasión incestuosa de su padre, es preferible reacomodar datos para inventar hechos.  
Nadie duda, por un solo momento, que Francesco Cenci era un ser bestial. En realidad, cuando se analiza a la familia del patriarca, uno llega a la conclusión de que don Vito Corleone era un dechado de virtudes. Al menos, ninguna de las mujeres del clan del padrino participó en sus actividades criminales.

En los Cenci de esa época abundaban los asesinos y los estafadores. La versión sintetizada de la historia de esos nobles permitió la emergencia de una perdurable fábula. Nada ni nadie puede destruirla. Tal como señalaba el periodista en el filme The Man Who Shot Liberty Valance, “En el Salvaje Oeste, cuando nos dan a elegir entre la verdad y la leyenda, nosotros siempre elegimos la leyenda”. 

miércoles, 25 de mayo de 2016

El oficio de escribir

Mario Szichman


Varios estantes de mi biblioteca están dedicados a libros de How to do: How to Write Mysteries, o cómo escribir novelas románticas, o de ciencia ficción, o guiones para cine. Antes de comenzar a escribir una novela, releo varios de esos libros, y especialmente Plot, de Ansen Dibell. Siempre encuentro nuevas ideas, y especialmente, la manera de llevarlas a cabo para que el relato tenga un redondo final.   
El octavo capítulo de Plot (Patterns, Mirrors and Echos), es el retablo de las maravillas, obra de una gran creadora. Pues los modelos, espejos y ecos de una narración, “el considerable aunque sutil poder de la recurrencia”, crean la diferencia entre una obra discreta y una buena obra.  
Los antiguos maestros conocían muy bien esa técnica, enlazando personajes diametralmente opuestos, como en Doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson, en William Wilson, de Edgar Allan Poe, o en El Doble de Fiodor Dostoievsky. Un ser humano con dos sensibilidades, dos cuerpos –uno sano, el otro maltrecho, uno, un dechado de virtudes, otro incapaz de respetar siquiera a un niño– terminan convergiendo o simplemente asignando todos sus pecados a un solo responsable.
¿Por qué es tan atractiva la figura del doble? Por su ambigüedad: es difícil saber dónde termina el bien y comienza el mal. Y ¿cómo se consigue ese efecto? A través de los espejos y de los ecos. En algún momento de los textos antes mencionados, la parte buena debe confesar sus maldades, exponer la tentación de infringir las normas sociales.
En un buen texto, todo posee resonancia. Aquello que ocurre con los dobles de la literatura también sucede con grupos más amplios; cada uno refleja sus conflictos a través del diálogo o de la acción.  
Cuando el lector abre un texto literario, nada sabe de los personajes, del lugar que habitan, de los trances o peligros que deben afrontar. El buen narrador nos permite avanzar en el conocimiento a través del diálogo y de la descripción. Creo que cuando más austera es la descripción, más impacto posee un relato. Por supuesto, ciertas descripciones son inolvidables, porque en breves trazos configuran un personaje. Borges citaba con devoción la imagen que creaba Stevenson del viejo marinero de La isla del tesoro, con su “sabre cut across one cheek, a dirty, livid white” (el sablazo que cruzaba una mejilla, de un sucio, lívido blanco). Pero en general, las novelas no tienen que estar muy amuebladas,  como aconsejaba Willa Cather, una gran narradora norteamericana.
            El contexto en que se mueven los personajes se va aclarando a medida que transcurre el relato perfilando sus actitudes, y reiterándolas, señalando sus preocupaciones, e insistiendo en ellas, aunque desde diferentes ángulos. Como indica Dibell, la primera vez que un personaje dice “¡No!”,  el lector le presta escasa atención. Cuando más adelante el personaje dice “¡No, no!”, en el mismo setting, el lector atiende al énfasis, y el conflicto se profundiza.  
Dentro de ese juego de espejos y de ecos, siempre surge la variable, que, por cierto, es la base del folklore de muchos pueblos: la regla de tres: “Uno es un incidente”,  nos recuerda Dibell, “dos, es un modelo; tres, es el episodio que quiebra el modelo”. Como en el cuento de los tres cochinitos. El primero construye una vivienda de paja, el segundo, una de ramas, y solo el tercero logra burlar al lobo cuando erige una casa de ladrillos.

EL ARTIFICIO DE LA PALABRA

Nadie hace literatura realista, cine realista, o teatro realista. Construye escenarios donde coexisten seres humanos que son paradigmas proporcionados por los autores desde tiempo inmemorial. Se trata de individuos tan arquetípicos que han permitido el surgimiento de uno de los mejores géneros de la creación artística: la parodia.
Ninguno de esos individuos circula por la vida cotidiana, que es la cosa más aburrida del mundo. Al ser humano no le interesa tropezar con su vecino en novelas, películas, o en el teatro. El Willy Loman de La muerte de un viajante, la obra de Arthur Miller, no es cualquier viajante de comercio; es una figura trágica. En ciertos momentos, recuerda a un personaje de Shakespeare.  
La novela Gone Girl, de Gillian Flynn, describe a un matrimonio de jóvenes yuppies, Nick y Amy Dunne, que trabajan en empresas periodísticas neoyorquinas, hasta que la crisis financiera de 2009 los deja sin empleo forzándolos a reducir drásticamente sus anhelos de fama y de dinero. La pérdida de status los constriñe a iniciar una nueva vida en North Carthage, Misurí, lugar de origen de Nick, que, para ambos, representa el infierno en la tierra. Un día, la esposa, Amy, desaparece como por encanto. Su esposo se convierte en el principal sospechoso de su desaparición. A poco de andar, el único futuro que aguarda a Nick es ser ejecutado con una inyección letal.  
Más que el final de la historia, interesa ver la manera en que Gillian Flynn crea una novela de gran suspenso, de esas que no se pueden abandonar hasta la última página, en base a elementos trillados y escasamente atractivos. Tanto Amy como Nick son average people, más apropiados para una telenovela que para una novela de gran calidad. ¿Cuál fue el toque de genio de la narradora? Introducir el Mal, con mayúsculas, en el cuerpo de una atractiva ama de casa. En cierta manera, recuerda ese experimento en horror titulado The Bad Seed  (la mala semilla), de William March. La novela se transformó en un éxito de taquilla al ser llevada al cine, en 1956. Contaba la historia de una adorable niñita, rubia, con pecas, Rhoda, (Patty McCormack), que era además una asesina.  
Como nota al margen, al final del filme, seguramente a pedido de algún organismo de censura, hubo que agregar un post–epílogo en el cual Nancy Kelly, quien interpretaba a la madre de la asesina, sentaba a la niña sobre sus rodillas, y le daba una zurra por portarse mal. Teniendo en cuenta que el “portarse mal” de Rhoda consistía en por lo menos dos asesinatos, y que la madre había decidido matar a su hija para que no siguiera haciendo daño –sucumbiendo en el intento– ese post-epílogo debe haber sido una de las farsas más macabras en la historia del cine.  
Pero el melodrama y el gran guignol siguen siendo excelentes especias a la hora de aderezar un plato insípido. Flynn decidió inyectar en una pareja más o menos normal un poderoso instinto homicida, acompañado de un gran sentido del humor, y de un infalible oído para detectar frases hechas, y todo aquello que se conoce como corny: cursi, sensiblero, trillado.   
Glynn exageró episodios, ocultó datos, fue desenmascarando las verdades por trocitos, llevó a los lectores de sorpresa en sorpresa, revelando luego que algunas de las verdades eran descaradas mentiras. Además, usó el juego de los espejos y de los ecos para transfigurar a los protagonistas en permutables doctores Jekyll y señores Hyde.  
Amy llena su universo de mentiras para destruir a su esposo. Nick responde con otras mentiras alternativas. El vigor de la narración es, en buena parte, resultado de lo similares que son los cónyuges en su conducta, en sus instintos, en su desprecio por el prójimo. Si Nick emerge algo mejor en el desdichado final, es porque carece de la energía y de la diabólica inventiva de Amy. Todo lo que se le ocurre a Amy para acabar con la existencia de su esposo podría alimentar diez novelas policiales, aunque con una diferencia. Las novelas policiales están habitadas por femme fatales; en cambio, la protagonista de Gone Girl es apenas una mujer más, aunque con cierto espíritu envidioso y muy posesiva. Con esos elementos, llevados al paroxismo, Glynn creó una novela de fenomenal tensión.

LA CONFECCIÓN DE UN MANUSCRITO

Algunos novelistas suelen quejarse de que en algún momento de su narración, la trama se afloja, y desconocen cómo ponerle fin. ¿No es una pérdida de tiempo y de dinero ponerse a escribir una novela ignorando la manera de hacerla avanzar y de que tenga un buen final? Basta leer Plot de Ansen Dibell o The Art of Dramatic Writing, el extraordinario ensayo de Lajos Egri, para aprender a cubrir todas las etapas de la confección de un manuscrito.  
¿Qué tal si un arquitecto, o un albañil, ignoran los materiales necesarios para construir una vivienda? preguntaba Egri en su libro. Para el escritor, los materiales son el plan de la trama, seguido de los personajes encargados de glosarla y del conflicto. ¿Cuál es el propósito de la trama en Rey Lear?: “Demostrar que la confianza ciega conduce a la destrucción”, indicaba Egri. ¿Cuáles son los personajes de esa obra de teatro? Las tres hijas del monarca. Dos de ellas lo halagan, lo inducen a despojarse de la corona, y luego lo degradan y lo hunden en la insania. La tercera, Cordelia, es exilada del reino por su honestidad, que incluye revelar las maquinaciones de sus hermanas.   
El escritor debe saber, antes de comenzar su tarea, cuál será el final. Después de al menos un par de milenios de obras de teatro y de novelas, hay un robusto andamiaje para no perderse en callejones sin salida. Un famoso ejemplo es Caleb Williams, la novela de William Godwin, padre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein. En la introducción a Caleb Williams, Godwin explicó que primero pensó en la trama como “una ficción de aventuras, que debía distinguirse de alguna manera por un interés muy poderoso. En la cacería de esa idea, inventé primero el tercer volumen del relato, luego el segundo, y finalmente, el primero”. La trama debía basarse “en una serie de aventuras de huida y de persecución: el fugitivo, temiendo perpetuamente ser abrumado con las peores calamidades, y el perseguidor, prevaleciendo siempre, gracias a su ingeniosidad y recursos”.
Godwin también reconoció en la introducción, que abrevó de manera abundante en otros autores. “Pues todos nosotros estamos obligados a explorar las entrañas de la mente y del motivo, y a trazar los reencuentros y pugnas que se pueden registrar entre uno y otro hombre en el diversificado escenario de la vida humana”.  
Esos reencuentros y enfrentamientos de los que hablaba Godwin representan el conflicto mencionado por Egri, o esos espejos o ecos a los que alude Dibell.  
Generalmente, cuando se reducen los personajes antagónicos, la narración adquiere más fuerza. Con Jekyll y Hyde, con William Wilson y su alter ego, con el doble de Dostoievski, asistimos al enfrentamiento del cuerpo escindido. Godwin no pertenecía todavía a esa época (Caleb Williams fue publicada en 1794).  El  protagonista necesitaba un antagonista fuera de su cuerpo, y su implacable perseguidor, el señor Falkland, es uno de los más complejos villanos de la narrativa moderna. Godwin logró humanizarlo, quizás de manera inconsciente, al decidir contar la historia al revés, partiendo por el final. A medida que fue desandando los pasos, el narrador pudo crear un villano muy peculiar, un ser que había nacido bueno, honesto, orgulloso, y al cual uno de sus vecinos, un canalla de verdad, lo había hostigado de todas las maneras posibles y arruinado la vida de otros seres humanos. Desconfiando de la equidad de los magistrados, Falkland decidía tomar la justicia en sus propias manos.  
Recién mucho más tarde, Godwin trajo al escenario a Caleb Williams, un joven muy instruido, pero ignorante de la naturaleza humana. Caleb Williams es contratado para trabajar en la mansión de Falkland, y descubre el crimen. Su empleador lo admite, y amenaza a su empleado con asesinarlo si revela su secreto.
A partir de ese instante empieza la odisea del protagonista, que debe huir de la mansión, y tropezar con dificultades crecientes. Falkland es como un tirano omnipresente, que frustra todas las tentativas de Caleb Williams por librarse de su persecución.

¿POR DÓNDE EMPEZAR?

Siempre me fascinó el narrador policial Mickey Spillane, creador del detective Mike Hammer. Spillane venía de la venerable y prolífera escuela del pulp, una narrativa pespunteada por brillantes diálogos, mujeres sensuales, hombres codiciosos, policías no muy brillantes, y cuya columna vertebral era una trama intrincada y veloz.
El modelo del pulp vino en todas las variedades, pero hasta ahora no he leído una sola novela de ese subgénero que resulte aburrida, carezca de ironía, o de por lo menos un personaje inolvidable. Después de todo un narrador “de segunda” como Day Keene, (para mí es de primerísima fila), es capaz de usar como uno de sus protagonistas a un cubano–estadounidense como Miguel Tomás José Guido Laredo, un trapecista que ha perdido una pierna en Playa Girón, y le añade como pareja a Paquita, que es muda. Mientras Miguel trata por todos los medios de evitar que Paquita lo vea vestirse “y le ofrezca una prueba visual de que está casada con la mitad de un hombre”, su esposa debe comunicarse escribiendo en un anotador sus sentimientos y preocupaciones. Las maravillas que logra Keene con esa pareja tan despareja, y que tanto se ama, son imposibles de alcanzar en una novela convencional.   
Spillane sabía cómo crear diálogos –algunos de ellos han sido imitados hasta el cansancio en parodias como Airplane– o inventar situaciones inverosímiles sin que el lector lo cuestionara. En una de sus novelas, tras perpetrarse un crimen en un salón de fiestas, los doscientos cincuenta sospechosos eran dejados en libertad de inmediato, luego que Mike Hammer decidía, sin explicación alguna, que ninguno de ellos podría haber cometido el asesinato.   
Pero Spillane sabía algo más: cómo imaginar sorprendentes finales para que el lector  siguiera comprando sus relatos. Como el resto de los creadores del pulp, nunca tuvo problemas para cerrar un relato con broche de oro. Conocía el oficio como nadie.
“La primera frase de una novela”, era la consigna de Spillane, “vende el resto de la narración. Y la última frase de la novela, ayuda a vender la novela siguiente”.





domingo, 22 de mayo de 2016

Los múltiples rostros de Giácomo Casanova



Mario Szichman



Giacomo Casanova fue arrestado en la noche del 25 de julio de 1755 y emplazado en una celda de I Piombi, (el plomo), los cuartos bajo al techo revestido de plomo del Palacio del Dogo (duque) de Venecia. El Consejo de los Diez, que asesoraba al duque, había ordenado apresar a Casanova por su conducta libertina y por cometer estafas. Lo acusaban de hacerse amigos de nobles a quienes embaucaba con sus presuntos poderes mágicos. 



La condena ordenada por el duque fue de cinco años en prisión. Pero Casanova logró escapar de I Piombi a los pocos meses, acompañado por otro compañero de celda, el padre Marino Balbi. Entre ambos lograron hacer un agujero en el techo del palacio, y luego descendieron con ayuda de cuerdas al patio del gigantesco edificio, pero ahí no terminó la odisea, pues al dirigirse al cercano canal con el propósito de arrojarse a las aguas y huir nadando, los fugitivos descubrieron que había una gran distancia entre la muralla del canal y el agua, y podrían morir en la zambullida. Por lo tanto, se introdujeron en el palacio portando en una alforja ropas de gala, descansaron en una de las habitaciones, y al día siguiente pasaron media mañana recorriendo corredores, galerías y recámaras, intentando encontrar la salida. Quien se ocupó de enseñarles la puerta de escape era un guardia de palacio. Al principio, al guardia le pareció sospechosa la presencia de Casanova y del sacerdote, pero sus ropas indicaban un elevado status. Casanova explicó que habían quedado encerrados en el palacio luego de una recepción oficial. El glorioso escape, como era inevitable en Venecia, fue en góndola.
Los fugitivos se separaron, y Casanova se dirigió a París, donde llegó el 5 de enero de 1757. Casualmente ese mismo día, Robert-François Damiens intentó asesinar al rey Luis Quince. El aventurero presenció la ejecución, y la describió en sus memorias.
Casanova fue un ser de múltiples rostros y oficios. Tal vez tres encarnaciones contribuyeron a su fama: sus actividades como estafador, como seductor –de mujeres y hombres de manera indistinta– y como memorista de la tribu.
Todo en Casanova es exagerado, desconcertante. No era un hombre escindido sino una colcha empatada de retazos. Cada una de sus “profesiones” contradecía a las otras. Inclusive su ego estaba dividido.
Según indica David Coward en The Times Literary Supplement al reseñar dos nuevos tomos de Histoire de Ma Vie publicados por Gallimard (el total alcanza a más de un millón doscientas cincuenta mil palabras) Casanova era: “un libreprensador y un católico tenaz, un racionalista escéptico y un nigromante en ejercicio, un hombre de principios, y un oportunista”. Además, era contestatario, lamebotas del establecimiento, en ocasiones cobarde, en otras un héroe, “generoso, mezquino, inteligente, estúpido, un estafador que era crédulo, y un bribón a quien se engañaba con facilidad”.
Lo que diferencia las memorias de Casanova de otras es la candidez con que son narradas. El gran seductor no tenía temor de revelar sus fallas, y mostraba pulcra honestidad al narrar sus relaciones amorosas o sus hazañas. El famoso episodio de su fuga del palacio de Venecia fue en ocasiones cuestionado debido a sus ribetes melodramáticos o heroicos. Según los escépticos, el escape era implausible –fue el único registrado en las celdas de ese palacio– y lo más probable era que hubiese sobornado a los guardias. Pero hay evidencias físicas de que ocurrió tal como aparece en sus memorias. En los archivos del Palacio existen informes sobre las reparaciones que se hicieron en la celda de Casanova, en el techo, y en algunas puertas, trazando la trayectoria de su fuga.
En su Historia de mi huida, un folleto publicado en 1787, Casanova dijo que “Dios me proporcionó lo que necesitaba para un escape, que resultó ser una maravilla, o quizás un milagro. Reconozco que me siento orgulloso de ello. Pero mi orgullo no proviene del éxito de la empresa, pues conté con una buena cuota de suerte, sino de comprobar que la cosa podía concretarse, y que tuve el coraje de llevarla a cabo”.
En tanto ese tipo de incidentes lo hacen precursor de la narrativa de Alejandro Dumas, algunas de sus venganzas podrían ingresar en una novela picaresca. En 1763 llegó a Inglaterra, tras esquilmar a una dama francesa que creía que Casanova era capaz de regenerar su alma transfigurándola en el cuerpo de una adolescente. Pero en Londres encontró la horma de su zapato. Se enamoró de Marie Charpillon, hija de mademoiselle Augspurgher, una amiga parisina a la cual debía dinero. Marie sedujo al seductor y le robó 2.000 guineas, una suma importante en esa época, huyendo luego. Semanas más tarde, le llegaron a Casanova rumores de que Marie había muerto, y sintiendo “un gran disgusto” por lo acaecido, pues se sentía, por alguna razón, responsable de ese fallecimiento, decidió acabar con su vida. Cuando anunció a un amigo que estaba dispuesto a arrojarse al río Támesis con los bolsillos de su chaqueta repletos de perdigones de plomo, el amigo lo disuadió. Días más tarde, y tras hacer unas discretas averiguaciones, el amigo lo invitó a acompañarlo a Ranelagh sin explicarle la razón. En esa zona ingresaron a un castillo donde Marie Chapillon estaba llena de vida, bailando un minué con otro enamorado. Luego de algunos incidentes en que la madre de Marie lo acusó, al parecer falsamente, de agredir a su hija, Casanova decidió zanjar la disputa. Su venganza consistió en entrenar a un loro para que aprendiera ciertas palabras. Un día, Casanova soltó al loro en la Bolsa de Londres, y centenares de comerciantes oyeron al animal gritar: “La Chapillon es una puta más grande que su madre”.

EL AVENTURERO FILÓSOFO

De acuerdo a Coward, las aventuras amorosas de Casanova ocupan alrededor del diez por ciento de sus memorias. El resto está dedicado a reseñar medio siglo de su increíble existencia. Una vida que no concluyó con su muerte, sino con varias resurrecciones del texto de Ma Vie, y cuyos incidentes podrían llenar las páginas de un libro muy entretenido. Casanova falleció en 1798 en el castillo de Dux, cerca de Praga, donde trabajaba como bibliotecario del conde de Waldstein. Un sobrino del conde compró el legajo de sus memorias. Las guerras napoleónicas dificultaron la venta del manuscrito, y recién en 1820, la familia Waldstein pudo ofrecer las memorias al editor de Leipzig F.A. Brockhaus. Y allí se inició una comedia de trágicas equivocaciones. El manuscrito estaba escrito en un francés plagado de expresiones en italiano, la lengua materna de Casanova. El francés era la lingua franca en Europa y Casanova deseaba llegar a la mayor cantidad de lectores posible.
Entre 1822 y 1828, fueron publicadas adaptaciones de las memorias en francés y en alemán. Para proteger su inversión, dice Coward, el editor Brockhaus decidió imprimir el texto original y contrató a Jean Laforgue, un maestro francés, para que editara el texto. “Si existe una persona responsable por la difamación de Casanova”, indica Coward, “esa persona fue Laforgue. No solo corrigió el francés de Casanova, sino que eliminó párrafos que le disgustaban, atenuó las opiniones conservadoras del autor –Laforgue tenía simpatías revolucionarias– y mitigó aquello que consideraba obsceno, mientras hacía escabrosos otros párrafos que consideraba aburridos”.
Así comenzó un peregrinaje de versiones adulteradas de las aventuras que no cesó en más de un siglo y medio. Una de las partes más curiosas de esa epopeya editorial fue que la casa Brockhaus, la misma que recibió el manuscrito original, se ocupó de restablecer un texto fidedigno. En 1945, en las postrimerías de la segunda guerra mundial, los herederos de Brockhaus, ante el avance de las tropas soviéticas, decidieron cerrar su establecimiento en Leipzig, cargaron sus archivos en camiones del ejército norteamericano, y mudaron sus operaciones a Wiesbaden, en lo que luego sería la República Federal de Alemania.
La edición anotada de las memorias de Casanova apareció en alemán (1960 –1962). Entre 1966 y 1971, fue publicada la traducción al francés de Willard Trask. En el 2010, el manuscrito original fue adquirido por la Biblioteca Nacional de Francia, que tuvo la buena idea de ponerlo online. Y finalmente Gallimard incluyó las memorias en su colección de clásicos.

CODÉANDOSE CON LOS FAMOSOS

En tanto las relaciones de Casanova con seres de ambos sexos ocupan una modesta parte del texto original, el resto se divide entre sus viajes por todas las regiones del mundo habitado, y sus encuentros con los famosos de su tiempo. Casanova dialogó con papas y monarcas, y discutió y defendió sus puntos de vista ante figuras como Benjamin Franklin o Voltaire. También fue amigo de Mozart. Inclusive corrigió el libreto de su ópera más famosa, Don Giovanni.
Cuando Voltaire lo recibió en su mansión, Casanova tuvo la audacia de decirle que su guerra contra la superstición era una pérdida de tiempo. Si se enseñaba a un ser humano a descreer de todo, afirmaba, terminaría presa de cualquier creencia, hasta de la más idiota. Fue uno de los pocos intelectuales de su época que despreció las teorías de Rousseau. Lo consideraba una especie de masoquista –el término no existía en ese tiempo– que había reacomodado la idea del mundo para ser absuelto de sus fallas. Y detestaba a Maximiliano Robespierre, y el Reino del Terror que impuso en Francia, señalando que El Incorruptible era el engendro creado por el “visionario” Rousseau.
Pero el amor nunca estuvo alejado de Casanova, hasta que ingresó en sus años finales. Frances Wilson señaló en una reseña de Casanova´s Women que el gran seductor fue bastante morigerado. Amó a unas 120 mujeres desde que tuvo su primera experiencia erótica a los 17 años, hasta su conclusión, a finales de la cuarentena. En treinta años de actividad sexual, se estima que sedujo a un promedio de cuatro mujeres por año. (El novelista francés Georges Simenon se enorgullecía de haber seducido a diez mil mujeres en un lapso similar). A diferencia de Don Juan, que conquistaba y abandonaba a las mujeres, Casanova trató a sus compañeras como sus iguales. Consideraba el acto del amor una forma racional y compartida de encontrar placer.
Pero al final, más allá de encuentros de todo tipo, de aventuras  de capa y espada, de persecuciones y escapes, lo que perdura en Casanova es su escritura. Y él lo sabía. En sus memorias señaló que escribía para personas como él, “aquellas que tras mucho vivir, se han hecho inmunes a la seducción, y que por vivir tanto tiempo inmersas en el fuego, se han convertido en salamandras”.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Argentina: la carga del hombre blanco

Mario Szichman






Conocí a Amy K. Kaminsky en julio de 2012 en Cádiz, durante el Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. La profesora Kaminsky, catedrática de la Universidad de Minnesota, presentó en esa ocasión un excelente trabajo sobre el escritor argentino Edgardo Cozarinsky [i]. Ese Congreso contó con una serie de agradables eventos. También me permitió conocer a varias personas que, de amigos recientes, se convirtieron en amigos para siempre. Amy es una de ellas.
Su libro Argentina, Stories for a Nation (University of Minnesota Press, Minneapolis, 2008), es un real descubrimiento, una especie de gabinete de las maravillas. La autora observa a la Argentina y a los argentinos como un viajero del tiempo sometido a constantes sorpresas. Confronta su rutilante pasado con su magro presente, y nos recuerda, con persistencia, con fresca mirada, desde el extremo norte del mundo habitado, a una nación que, como a Brasil, siempre  le aguarda un brillante futuro incapaz de transformarse en realidad.
Ya desde el primer capítulo (Bartered Butterflies) surge la extrañeza que nos obliga a observar a la Argentina con nuevos ojos, a través de esa confrontación/ sumisión, entre Virginia Woolf, la gran dama de las letras inglesas, y Victoria Ocampo, la gran dama de las letras argentinas. Solo ese capítulo daría para más de un libro. ¿Qué veía Virginia Woolf en Victoria Ocampo? ¿Qué veía la intelectual argentina en la escritora inglesa? Al menos, sugiere Kaminsky, no era una relación entre iguales. Woolf nunca trató de ocultar su desdeñosa superioridad. En cierta ocasión, la autora de Mrs. Dalloway, le preguntó a Victoria Ocampo cómo eran las azules mariposas de las Pampas. La fundadora de la revista Sur se encargó de narrar  en sus memorias que para complacer a Woolf, “a quien idolizaba”, según Kaminsky, le regaló un set de mariposas ensambladas y enmarcadas, alimentando de esa manera “la fantasía que le permitiría ingresar” en el mundo de Woolf. Por supuesto, dice la ensayista, tras ese dificultoso ingreso en el jet set comandado por la escritora británica, Ocampo quiso mostrar el rostro oculto de la intelectualidad bonaerense. La Argentina de la revista Sur era un país de intelectuales con sensibilidad europea,  civilizados, y agrega Kaminsky, “blancos”.
Nadie desconoce la importancia de Sur en la cultura argentina, o, al menos, en uno de sus más importantes sectores. La cultura populista no pudo ni siquiera asomar las narices en ese panorama. Pero es curioso que el costado “británico” de esa cultura, pese a Jorge Luis Borges y a Eduardo Mallea, nunca arraigara con la firmeza de su costado francés. Basta ver el caso del psicoanalista francés Jacques Lacan, quien tiene más acólitos en cualquier esquina de Buenos Aires que en todo París. O la bibliografía que manejan algunos de sus más destacados intelectuales.
Y sin embargo, el contacto entre el intelectual de Buenos Aires y el europeo mantuvo los atributos de la relación entre Victoria Ocampo y Virginia Woolf. Recuerdo que hace algunos años, una intelectual argentina me visitó en Nueva York, y me dijo algo que todavía me desconcierta: “En realidad, lo que yo quiero es que me adopten”, un poco siguiendo la pauta trazada por Victoria Ocampo en su relación con Virginia Woolf. Nunca escuché a un intelectual boliviano, peruano, colombiano o venezolano sentir el anhelo de que viniese el Hermano Mayor y le acariciase la cabeza.
Hace algún tiempo, la revista The Economist publicó un trabajo: “The Tragedy of Argentina, A century of decline.” Cuando alguien escribe de la Argentina desde afuera, siempre me da la impresión de que utiliza una sola mano. La otra la usa para rascarse la cabeza en señal de perplejidad. La Argentina parece estar marcada por compartimientos estancos, cada uno de ellos de alrededor de una década de duración. Se empieza bien, y luego llega la época de la inflación constante, y de los conflictos laborales. En los últimos años, a eso se ha sumado la necesidad de guardar los dólares bajo el colchón, pues, después del famoso “corralito” y el mayor default de la historia moderna, nadie tiene excesiva confianza en los bancos.
Y siempre, tras el “sinceramiento” de la economía, regresa la época de la absoluta falta de sinceridad. Es el momento en que los gobiernos se sueltan el moño y se encargan de alejar a la Argentina de su destino de grandeza, o del lugar que le corresponde por derecho propio en el concierto de las naciones.
            Quizás hay conflictos económicos que convocan la enfermedad mental y por eso abunda el psicoanálisis entre los miembros de la clase media. La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares tiene cierto pedigrí. Siempre se menciona la necesidad de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayude a enfrentar el tóxico avance de la inflación. (Lo mismo está ocurriendo ahora en Venezuela).
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, la idea que el ciudadano alberga de su país, y que Kaminsky refleja en su libro.
Existe la Argentina que llegó rica al centenario de su independencia, y la Argentina que ha saludado su bicentenario hundida en otra crisis económica.
La Argentina que Victoria Ocampo ofrecía a Virginia Woolf se podía congratular de íconos culturales. The Economist recordaba que en 1908 fue inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica universal. (Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la Ópera de París). A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.  
Y luego, a partir de 1930, los salvadores de la patria empezaron a prodigar sus golpes de estado. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60 años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.  
Tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina –inclusive más feroz que la de Augusto Pinochet– donde entre 9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron gobiernos civiles, y el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo peronista, luego de algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido Radical.
Cada país tiene sus mitos, sus alegorías, sus frases hechas. Por alguna extraña razón, el presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, Civilización o Barbarie,  una magnífica novela disfrazada de libro histórico, pasó a la historia como el epítome del buen alumno. Dicen que iba todos los días a la escuela, y aquellas jornadas en que había terremotos, u otras catástrofes naturales, iba a la escuela en dos ocasiones.  Tal vez fue precursor de los intelectuales que deseaban ser adoptados.
Después están los mitos que aluden a las fuerzas telúricas o a su población, capaces de explicar por qué la Argentina está siempre marchando al abismo. Puede ser la extensión: “El drama del país es la extensión”, dicen algunos argentinos afligidos. No, contradicen otros, “El drama de la Argentina es la ausencia de brazos” –me imagino que adheridos al cuerpo. Pero, de acuerdo a la opinión de los economistas conservadores, el drama de la Argentina es que sobra gente.  
La cifra ideal de argentinos, según enunció en cierta ocasión el ministro de Economía de la dictadura militar José Martínez de Hoz, oscilaría en los catorce millones de habitantes, más o menos la población existente hace más de un siglo.  
La Argentina es al mismo tiempo un país infrapoblado y superpoblado. Aproximadamente la tercera parte de la población reside en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. Toda esa zona está superpoblada. No cabe un alfiler. El resto del país está definitivamente infrapoblado, pero ¿quién va a querer colonizarlo, cuando todas las comodidades de la vida están emplazadas en la Capital Federal y en el Gran Buenos Aires?  
El ensayista Ezequiel Martínez Estrada dijo que la Argentina era como la cabeza de Goliat. Debajo de una cabeza inmensa habitaba un cuerpo raquítico, que se extendía desde Tierra del Fuego, en el extremo sur, hasta territorios colindantes con Bolivia, Brasil, Uruguay y Paraguay.
Pero después de los mitos, las alegorías y las explicaciones, está el núcleo de tóxica fantasía: nada es lo que parece.
La Argentina del dólar débil frente al peso fuerte, de La belle époque y de su incómodo presente, se debate en esas dicotomías tan frustrantes para un ciudadano, tan ricas para un escritor.
Marcel Proust decía que “a medida que la sociedad se corrompe, las nociones de moralidad se van depurando”. Eso va acompañado por un fortalecimiento de la política del avestruz, ese ave estrutioniforme de la familia struthionidae, que no vuela, pero se la pasa corriendo, y suele meter la cabeza en un agujero tolerando así que otros le picoteen la parte más delicada de su anatomía.
Amy Kaminsky ha tratado de arrojar abundante luz sobre ese fenómeno. Logra  atrapar con gran minuciosidad y una bella prosa, esa relación desigual entre la Gran Esperanza Blanca que representó la Argentina hasta las primeras décadas del siglo veinte, y sus marcos de referencia, primero Europa, y luego Estados Unidos. Lo hace analizando novelas, memorias, la temática del tango, expresiones gráficas.
La autora nos recuerda, por ejemplo, que ya los franceses estaban muy alertas de esos parvenus que a comienzos del siglo veinte abandonaron las estancias para “echar una cana al aire” en París, o eran acompañados en los paquebotes por sus familias y por una vaca lechera. Se los conocía como rastacueros, pues sus fabulosas fortunas provenían “del cuero de vacas muertas”. Inclusive en el ensayo se hace mención a un bosquejo del joven Pablo Picasso donde aparece una pareja de rastacueros, que eran “un estereotipo reconocible”.
Argentina, Stories for a Nation, cubre un amplio panorama, que incluye historias de la “Guerra Sucia” durante la dictadura militar del general Jorge Rafael Videla, o el pertinaz antisemitismo que impregna a algunos sectores de la población.
La autora también nos recuerda que en la novela Argentina, de Dominique Bona, uno de sus protagonistas señala: “Señor, somos un país blanco. El único país perfectamente blanco al sur de Canadá”.
Los “blancos” son una ilusión de la aristocracia de Argentina, un país tan mestizo como el resto del continente. La exclusión de los resortes del poder de buena parte de sus habitantes que no son definitivamente “blancos”, refleja una sociedad muy clasista, y arrinconada en sus prejuicios.  (Y eso, pese a la constante presencia del peronismo, que más allá de su populismo y de sus desagradables secuelas, intentó incluir en su proyecto a una mayoría marginada).
No señores, la Argentina no es un país perfectamente blanco al sur de Canadá. Forma parte de un continente perfectamente mestizo que incluye ambos polos. Y quien no reconozca esa verdad, padecerá graves consecuencias. En Argentina, Stories for a Nation, se revelan buenas claves para entender a un país que en un momento de su historia perdió el rumbo.











[i] Las Actas del Congreso, con un excelente material informativo, contaron con la edición de la profesora Concepción Reverte Bernal y fueron publicadas por la Editorial Verbum, de Madrid,  en el 2013.

domingo, 15 de mayo de 2016

Palabras distorsionadas, imágenes encubiertas, lenguajes rotos

Mario Szichman


Para Carmen Virginia Carrillo,
que me hizo apostar
a una nueva escritura






En 1999, fui invitado a participar en una antología de escritores judíos latinoamericanos, editada por Stephen A. Sadow.[i] Es un bello libro, Sadow hizo una excelente tarea, su introducción es peerless, y logró congregar a muy buenos autores, entre ellos Alberto Gerchunoff, Alicia Freilich, Margo Glantz, Angelina Muñiz–Huberman, Alcina Lubitch Domecq, Ruth Behar, Marjorie Agosín, Ricardo Feierstein, Ariel Dorfman, Isaac Goldemberg, y Moacyr Scliar.
Para mí, el 1999 fue el año de la gran divisoria de aguas. La magra bibliografía que figura al final de King David´s Harp, así lo registra. Hasta ese momento había publicado solo las novelas que integran La trilogía del Mar Dulce: Los judíos del Mar Dulce, La verdadera crónica falsa, y A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad, la última en 1981. En los 18 años siguientes no pude publicar una sola novela nueva. A las editoriales no les interesaba mi producción.
Afortunadamente, el viraje hacia la narrativa histórica venezolana me abrió un nuevo y fructífero camino en estas dos últimas décadas. En el 2000 publiqué Los papeles de Miranda, en el 2004 Las dos muertes del general Simón Bolívar, en el 2007 Los años de la guerra a muerte. En el 2010 fue lanzado mi libro de ensayos El imperio insaciable, seguido de las novelas Eros y la doncella (2013), y La región vacía (2014). Y hay otras dos novelas finalizadas, y otra que está en la etapa del work in progress.
Repasar el texto que publiqué en King David´s Harp me confirmó que la persona que se dedica al oficio de escribir –siempre oficio, nunca arte– vive varias vidas. Uno de los peores errores es aferrarse a viejos textos cuando emprende nuevas existencias. Después de algunos años, esos textos de épocas pretéritas languidecen y mueren. Jorge Luis Borges daba un buen consejo: “Hay que publicar, porque si no, pasamos nuestra vida corrigiendo”. Si un texto se resiste de manera excesiva, es infructuoso querer mejorarlo. Anuncia que hemos sufrido un cambio de piel. La vida nos reclama otros desafíos.
Al mismo tiempo, no hay que perder mucho tiempo en la confección de un texto nuevo, hay que machacar en caliente, hundirse en sus páginas de manera febril, darse un plazo, y finalizar la tarea. En primer lugar, el oficio nos ayuda mucho. Y luego, los personajes. Aunque en la vida real lidiamos con infinidad de seres, en el proceso de creación es mejor abastecerse con figuras que ya aparecieron en las comedias y tragedias de griegos y romanos. En esa maravilla de cuento que es Pierre Menard, autor del Quijote, Borges nos señala que el contexto es todo. Podemos enunciar exactamente las mismas palabras escritas por Cervantes, y sin embargo, tras algunos siglos, adquieren un significado muy diferente. La historia, las costumbres, el vestuario, se ocupan de disfrazar y de moldear a los seres de manera persistente.
William Shakespeare, que algo sabía de su oficio, estaba convencido de que eran escasos los paradigmas. Siempre recurría a los mismos: el marido celoso, el militar fanfarrón, el bufón, el monarca, la mujer casquivana, el glotón, los amantes desesperados, y los gobernantes sedientos de sangre. Muy pocas figuras nuevas se han acoplado a esos arquetipos en los últimos siglos. Y algunas de ellas, se han vaciado en modelos anteriores.  
Mi aporte a la antología de Sadow consistió en el ensayo Distorted Words, Distorted Images, Broken Languages. En esa época, estaba todavía muy obsesionado con mi historia familiar.  Y en ese proceso, aunque algunos fantasmas fueron puestos a dormir, otros se empecinaron en reaparecer. Las tramas de mis novelas eran demasiado complejas, y mis frases, excesivamente largas. Mi conclusión es que uno nunca concluye el aprendizaje, o abandona su devoción por los grandes maestros. He aquí algunos fragmentos de ese ensayo.

Creo que me decidí a escribir ficción tras descubrir que cada palabra puede ser una mentira, o un malentendido. George Orwell hablaba acerca de esos “salvajes, casi lunáticos malentendidos  que forman parte de las diarias experiencias de la infancia”. Y si una persona tiene bastante paciencia, puede convertir las falsedades y tergiversaciones en una profesión.
Recuerdo que mi madre me dijo en cierta ocasión que uno de mis amigos se había caído de la bicicleta y el ojo derecho tenía el tamaño de una pelota de fútbol. Mi madre no quería comprarme una bicicleta, por lo tanto, el accidente de mi amigo servía para disuadirme de la idea. Pero al día siguiente, cuando buscaba ansiosamente a mi amigo, y esperaba verlo convertido en un monstruo, me sentí decepcionado. El ojo derecho de mi amigo estaba algo lastimado, pero no parecía un cíclope. Si bien mi madre contaba con una gran imaginación, ignoraba cómo dar solidez a una mentira. Tal vez mi amigo debería haberse mudado a otra galaxia, donde era imposible verificar el tamaño de su ojo lastimado.
Pero la proclividad de mi madre a la exageración, seguida de la decepción del escucha, no era una peculiaridad, sino algo que flotaba en la atmósfera. Los seres humanos, las instituciones de mi infancia, tenían la extraña costumbre de observar al mismo tiempo a través de ambos lados del telescopio. Algunas cosas se minimizaban, otras se agigantaban: amenazas, tendencias, reputaciones, o edificios. (¿Cuantas veces los gobiernos se fijaron el objetivo de crear La Argentina Potencia?) Era casi imposible conseguir que alguien observara un ojo tenuemente lastimado. Ni aunque ese ojo estuviera delante de nuestras narices. Y voy a dar un ejemplo.
En los libros escolares aparecían ilustraciones del Cabildo de Buenos Aires, el consejo municipal durante la época de la colonia. Fue en ese Cabildo donde los patriotas argentinos libraron sus primeras batallas por la independencia o por la eterna dependencia. (Los “revisionistas” argentinos sostenían que los gobiernos siempre habían acatado a potencias extranjeras).
En las ilustraciones, el Cabildo parecía tener el tamaño de la pirámide de Giza, era algo colosal. Es una pena que el Cabildo siga existiendo, en vivo y en directo, en el centro de Buenos Aires, frente a la Casa Rosada, el palacio de gobierno. El Cabildo es un edificio respetable, pero no espectacular, como mentían las ilustraciones.
Pienso que Kafka debe haber sentido igual decepción cuando vio un castillo de verdad. Pero, como Kafka era un genio, en vez de despotricar contra los antepasados que lo habían engañado de manera miserable, creó su propio castillo, le puso el nombre de castillo,  desmanteló las apariencias del castillo, y transfirió la decepción a sus lectores. En su novela, el castillo es apenas un conglomerado de casas de un piso, difícil de distinguir de una aldea. La única grandeza está preservada en la icónica palabra castillo. En la brecha entre la palabra y el objeto, Kafka construyó su propio mundo. (Lo mismo hizo con la muralla china, y con la escenografía judicial en El Proceso).
La contrapartida de la decepción, fue, en mi caso, el encuentro con el Gigante Camacho. En mi época de niño, 1945-1953, cuando alguien quería sugerir a un gigante, no mencionaba a Hércules o a Sansón. No, decía que era como Camacho. No recuerdo en qué circo trabajaba Camacho, pero debía ser uno de los más famosos, tal vez el legendario Sarrasani. Mi padre me llevó en varias ocasiones al circo, y el gran Camacho siempre hacía alguna proeza.
Y un día, un día inolvidable, la leyenda cruzó el umbral de la relojería de mi padre. El único propósito del gigante Camacho era que mi padre le cambiara la malla de su reloj pulsera. Pero Camacho fue fiel a su leyenda. Mientras lo rodeaban multitud de niños, tuvo la gentileza de invitarme a subirme a sus descomunales zapatos, para mostrar a mi padre y a mis amigos, la diferencia de tamaño entre sus pies y los míos. Años después, vi a Abe Vigoda en El Padrino. En una escena, el anciano gangster permitía a un niño danzar sobre sus zapatos. Siempre pensé que Camacho le ofreció la idea original.


SE OYEN LAS VOCES

Mi mundo estaba habitado por diferentes lenguajes. Mi extensa familia provenía de Rusia, de Polonia, de Ucrania, y la mayoría de los integrantes conocían además dos o tres dialectos. Ese mundo se prestaba a la esquizofrenia. Cuando mis padres no querían que seres extraños descubriesen sus secretos, se ponían a hablar en idisch. El novelista argentino German García dijo en cierta ocasión que en mis novelas,  las frases en idisch activaban “el idioma de la culpa”.
Nunca aprendí bien el idisch, simplemente por resistencia a la autoridad, y también por vergüenza. No quería ser distinto. Y lamento muchísimo esa omisión, pues podría haber leído en el original a ese genio del humor llamado Scholem Aleichem.   
Kafka que estaba fascinado por el idisch, y nunca se avergonzó de su herencia judía, lo estudió con gran empeño, y escribió dos o tres ensayos sobre ese idioma. Son tan valiosos como algunos de sus cuentos. Recuerdo un ejemplo muy iluminador. Buena parte del idisch proviene del alemán –además de otras lenguas europeas– y para Kafka había una enorme distancia entre la cariñosa expresión mame, madre, en idisch, y la mutter alemana, que convertía a la progenitora en una especie de sargento de caballería.
El idisch sonaba “mal” en Buenos Aires. Carecía del prestigio del francés o del inglés. Y además, el antisemitismo estaba muy arraigado. Inclusive había una revista de historietas cómicas, Patoruzú, donde aparecía un sastre judío, Popoff, que parecía extraído de The Sturmer, el semanario cómico–pornográfico de la Alemania nazi.
Mis familiares, primera generación de transplantados a la Argentina, hablaban mal el castellano, y los integrantes de la segunda generación sentíamos gran incomodidad al escucharlos. Preferíamos enorgullecernos con la expresión  “Argentino hasta la muerte, he nacido en Buenos Aires”. Y para ser argentinos hasta la muerte, debíamos hablar en un castellano impecable, sin acento, o poblado de incomprensibles palabras en lunfardo, que también formaba parte del idioma de los porteños,
La única ventaja de esa dislocación causada por la perpetua pugna entre el castellano y el idisch, era la dificultad de considerar el lenguaje como algo natural. George Steiner mencionó la influencia que tuvo el bilingüismo en Borges, en Beckett y en Nabokov. Cuando una persona tiene más de un idioma en su bagaje, las palabras se convierten en una herramienta. Todas ellas devienen sospechosas, y hay que elegirlas con gran cuidado. Proust decía que solo pueden hablar del sueño con gran conocimiento de causa aquellas personas que padecen de insomnio.
… Tironeado entre esa herencia judía, y mis raíces argentinas, comencé a escribir mis cuentos y novelas. Por un lado estaba el mundo del shtetl, (la aldea), y la sinagoga. Por el otro, el de mi país de origen. Escuché multiplicarse las mentiras, vi florecer los malentendidos como plantas silvestres.
Al parecer, la inacabable tarea consiste en desbrozar esa maleza, y encontrar el resplandor de la verdad. O al menos exhibir la diferencia entre el bien y el mal.
Luego de completar alguno de mis escritos, mi frase favorita no es la palabra Fin, que siempre presume una clausura, sino algo que anuncia la ilusión de un nuevo proyecto: “Continuará”.







[i] King David´s Harp, University of New Mexico Press, Albuquerque, Estados Unidos).