lunes, 29 de agosto de 2016

¿Elegimos los libros, o los libros nos eligen a nosotros? Tom Wolfe y "The Bonfire of the Vanities"


Mario Szichman




En el mundo de la cultura, el libro figura entre los objetos más maleables. Podemos asignar muchas devociones a una escultura, a una pintura, a una obra arquitectónica, pero no se prestan a múltiples miradas. Por supuesto, podemos abundar en interpretaciones, pero el objeto es inmodificable, excepto por el deterioro que causa el tiempo. Cuando algunos de esos entes rígidos son afectados por la humedad, o un terremoto, el ser humano los restaura, con la insensata ambición que imiten al original.
A veces, los críticos escriben ensayos sobre las diversas ojeadas que famosos autores dedicaron a ciertos libros. En ocasiones, un libro causó un rechazo inmediato, en otras, al cabo de un tiempo, debieron revisar sus primeras conjeturas. Ni siquiera Charles Dickens, uno de los novelistas más amados por el público, logró salvarse de críticas devastadoras. Evelyn Waugh escribió una famosa sátira, The Man Who Liked Dickens, contando la historia de un explorador que se perdía en la selva de Brasil y era rescatado por un buen samaritano. Mientras el explorador se recuperaba de una enfermedad, su huésped le rogaba que leyera cada día, durante dos horas, algún texto de Dickens. En determinado momento, el explorador descubría, con horror que su huésped nunca le dejaría abandonar su hogar. Una vez terminara de leer las obras completas de Dickens, debería volverlas a leer, de principio a fin, por segunda vez. El camino del infierno suele estar empedrado de buenas intenciones.
También se puede registrar la opción contraria. Una persona revisa un libro, lo encuentra confuso, o indigerible, y lo abandona. Pasan los años, y de repente, un comentario leído al pasar lo tienta a probar una segunda lectura, y queda fascinado.
Tom Wolfe 

Mi relectura de The Bonfire of the Vanities, de Tom Wolfe (1987), partió del desencanto de la primera, inconclusa lectura. Tal vez me causó rechazo el confuso comienzo, la onomatopeya de gritos, los signos de exclamación.
Recién después de un rato, el lector comienza a entender qué está ocurriendo. Hay una confrontación entre el alcalde de Nueva York, y un grupo de activistas negros en Harlem. The Bonfire of the Vanities transcurre en The Big Apple y sus aledaños, a mediados de la década del ochenta del siglo pasado. En esa época Nueva York era una ciudad convulsa, proliferaban las demostraciones de activistas negros respaldados por sectores liberales blancos –los llamados radical chic. La periferia neoyorquina, especialmente el Bronx, era un hervidero debido a la decadencia de los housing projects, proyectos habitacionales donde convivían negros y latinos. Abundaba el desempleo, los gangs, y el uso de drogas, especialmente el mortífero crack. La respuesta era la agresividad policial, y un sistema de justicia colapsado. El sueño americano estaba confinado a Manhattan.

SOMOS TODOS ANTIHÉROES

El gran antihéroe de una novela repleta de antihéroes es Sherman McCoy, un bond trader, negociante en bonos, incapaz de explicar siquiera a su hija pequeña en qué se gana la vida. Un día, al comando de su Mercedes Benz coupé, Sherman va a buscar a su amante, María, al aeropuerto John F. Kennedy. Cuando retornan, Sherman toma un camino equivocado y ambos terminan en el sur del Bronx, un lugar que el protagonista considera simplemente, “la selva”. Ya esa búsqueda de una salida del Bronx es una cómica set piece. Más de uno que ha sufrido similar odisea intentando retornar a Manhattan sin ayuda electrónica, siente, perdido entre anchas y solitarias avenidas, que es imposible huir.
En cierto momento, McCoy observa a dos adolescentes negros que se le aproximan. El “Amo del Universo”, como se ha autotitulado, cree que los jóvenes quieren robarlo, aunque la intención de por lo menos uno de ellos, es ofrecerle ayuda. Su amante, aterrada, toma el volante del Mercedes Benz, atropella a uno de los jóvenes, y de esa manera la pareja logra escapar del endemoniado laberinto. (“La existencia humana”, piensa la amante de Sherman, “tiene un solo propósito: huir del Bronx”). Y es en ese preciso instante cuando Sherman McCoy se pone la soga al cuello.
Ocurre que hay una próxima elección de alcalde en Nueva York, un líder negro, el Reverendo Bacon, toma a su cargo la causa del joven atropellado por el vehículo –el joven se llama Henry Lamb, que en español significa cordero, y es realmente el cordero del sacrificio en esta grotesca, humorística, deprimente saga– y El Amo del Universo cae en las redes de una compleja maquinaria política y judicial donde es imposible encontrar un incorruptible como Maximiliano Robespierre.
Wolfe ha sido criticado por haber puesto el racismo, al comando de la novela. Algunos han dicho que se trata de una sátira donde solo se emplea la cachiporra. Pero nadie se salva de esa sátira. Ni los jueces y fiscales blancos, o el alcalde neoyorquino, un judío que busca la reelección, o el líder de la comunidad negra Bacon,  o los periodistas de tabloides, o  los inversionistas de Manhattan, o los liberales de corazón sangrante, o los conservadores. El novelista es un “equal opportunity ofender,” ofende a todos por igual. Basta leer la descripción de una velada de millonarios en el Upper East Side de Manhattan para verificar que Wolfe no considera a los ricos diferentes –la gran ilusión de Francis Scott Fitzgerald– sino seres cuya diferencia consiste en adquirir respetabilidad únicamente a través del dinero.
Pero el mayor logro de Wolfe ha sido convertir a Nueva York en otra protagonista de la novela.
Manhattan es una ciudad muy diferente a otras grandes capitales, pues se halla en perpetuo estado de reconstrucción. Uno camina por cualquier calle, y lo único que destaca es el scaffold, el andamio. (En una época, la palabra scaffold era aplicada con más frecuencia al patíbulo). Como se trata de una isla, no hay manera de extender sus confines, excepto a través de los puentes –abundan los puentes que comunican a Manhattan con New Jersey y localidades vecinas– pero, como suelen decir en nuestras tierras, Nueva York es Nueva York, y lo demás es monte. Es una ciudad intensamente viva, nunca aplacada, que muestra siempre nuevos perfiles, nuevas promesas, y especialmente, flamantes amenazas.
En una entrevista de 2012, Wolfe sugirió que explorar el nuevo Bronx es más tarea de un antropólogo que de un novelista.

El Bronx en la década de los ochenta

Inclusive algunas zonas del Bronx se han transformado en urbanizaciones residenciales muy cotizadas. Sarah Chinn, profesora del Hunter College, dijo al New York Times que Sherman McCoy, el desdichado protagonista de la novela, podría ahora invertir en “un lujoso condominio en la zona”.

THE EERIE TOPICALITY

Un crítico inidicó que una de las poderosas razones del atractivo de Manhattan es su eerie topicality,  su misteriosa, inquietante actualidad. Obviamente, toda inquietante actualidad envejece con gran rapidez, para ser sustituida por otra coyuntura flamante.
Un detalle que mencionó la profesora Chinn, es que si en 1987 hubiera existido el GPS, el sistema de posición global en los vehículos, todo el drama de Sherman McCoy perdido en el Bronx y con su amante atropellando a un adolescente negro, no hubiera existido. “En primer lugar”, dijo Chinn, “la pareja no se hubiera perdido en el Bronx”.

El obvio peligro de escribir sobre eerie topicality es que un narrador puede quedar sepultado en sus cimientos. Quizás Wolfe pierde parte de su valioso tiempo describiendo peinados, vestimentas, comidas, todo aquello que resulta trendy, de moda. Es una crítica que puede extenderse a muchos artefactos literarios. Jorge Luis Borges la aplicó a Salambó, de Gustave Flaubert, pues, en esos casos, el novelista debe propinar al lector términos que le resultan incomprensibles. ¿Cuántas personas saben en la actualidad qué significa coturno? Me preguntó Borges en una entrevista que le hice en Buenos Aires. (De acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, coturno es: 1. m. En la Antigüedad grecorromana, un calzado de suela muy gruesa usado por los actores trágicos para aumentar su estatura. 2. m. Calzado inventado por los griegos y adoptado por los romanos, que cubría hasta la pantorrilla).
¿Era necesario para Wolfe ser tan detallista? En parte sí, pues el ser humano, en la mayoría de los casos, suele ostentar, apenas, la ropa que lo cubre.
Una persona que usa sneakers, anuncia cierta clase social, así como lo hace quien ostenta un cinturón de cuero que cuesta 6.000 dólares. Pero, en ocasiones, esa arqueología de la vestimenta, se hace algo pesada.
De todas maneras, buena parte de The Bonfire of Vanities es brillante, ya se trate de los diálogos, de los conflictos, o de la rigurosa eficiencia con que el narrador describe el funcionamiento de los engranajes de la justicia, o las ocultas maniobras del poder. Wolfe tiene un excelente sentido del humor, y un oído capaz de captar todas las tonalidades de un acento,  y también el subtexto.
Un cuarto de siglo después de publicar la novela, el autor reconoció que New York ha cambiado. “Esta es una ciudad que ahora se construye en base al entusiasmo, a las emociones”, dijo. “Es como Disneylandia. La única industria consiste en ofrecer la simple emoción de estar aquí”.
¿Perdurará The Bonfire of the Vanities? Creemos que sí. Pese a su sobrepeso de enseres velozmente arcaicos, y a sus juegos con el diálogo y el variado slang de las principales comunidades que habitan New York, tiene una gran ventaja: la sátira, que no deja títere con cabeza. La sátira sigue teniendo una ventaja: es muy maleable. Aquello que Aristófanes decía del demagogo Cleon en Los Caballeros, podemos aplicarlo en la actualidad a cualquiera de esos elocuentes enanos políticos que hoy saquean América Latina. El neorriquismo, el mal gusto, el autobombo, la necesidad de robar el erario público, son tan antiguos como la humanidad. Y como lo demuestra La Vida de los Doce Césares, de Suetonio, un perpetuo bestellser de más de mil ochocientos años de antigüedad, mientras el ser humano persista en sus numerosos vicios y en sus escasas virtudes, The Bonfire of the Vanities persistirá, con altibajos, en la memoria colectiva.
Sí, el libro es un objeto muy maleable. Además de leerlo, nos lee. Y siempre encuentra en algún nicho, un espejo para alzar y reflejarnos de cuerpo entero.


martes, 23 de agosto de 2016

The Poison Artist. Una novela con la atmósfera y la calidad de un film noir


Mario Szichman



A veces todo un género, literario, teatral, o cinematográfico, surge de la carencia. El neorrealismo italiano,  con esos rostros inolvidables, esas callejuelas que parecen conducir al Monte Calvario, y esos conflictos que comparten el mundo de la picaresca y de la tragedia griega, es resultado de una guerra devastadora, y del apremio de hacer de la necesidad, virtud. Basta mencionar la película Ladrón de bicicletas, un ícono del cine italiano, que ni siquiera contó con intérpretes profesionales –aunque eso sí, fue dirigida por Vittorio de Sica. 
Detour (1945) una joya del film noir norteamericano, está repleto de incoherencias y errores de cámara. Ha sido analizado hasta la última escena. Roger Ebert, un excelente crítico, dijo que la película “está tan llena de imperfecciones, que impediría a su director ser aprobado en una escuela de cine”. (Afortunadamente, el director fue Edgar G. Ulmer, asistente del gran F.W. Murnau en dos clásicos del cine mudo: The Last Laugh y Sunrise). El filme fue rodado en seis días. Sus protagonistas, dijo Ebert, “son un hombre que solo sabe poner mala cara, y una mujer que se burla de todo”. Y sin embargo, “sigue vigente,  inquietante, escalofriante, como la verdadera encarnación del alma condenada de todo film noir. Nadie que lo ha visto puede olvidarlo”. 
Es tan doloroso ver al protagonista (Tom Neal), caer en las garras de una mujer fatal, (Ann Savage), que varios críticos alegaron que la película era la descripción de una pesadilla.
Por cierto, para Ebert, la gran diferencia entre el policial norteamericano y el film noir es que los malos de las películas policiales “saben que son malos, y desean serlo, en tanto el héroe del noir piensa que es un buen tipo emboscado por la vida”. 

Jonathan Moore


The Poison Artist, la primera novela de Jonathan Moore, recuerda mucho la escenografía del film noir, y al protagonista de esas películas. Abunda en sombríos edificios envueltos en la bruma, en este caso, la de San Francisco.  (La niebla era uno de los recursos favoritos en los policiales de la década del cuarenta. Permitía diluir las imperfecciones de los decorados). En cuanto al protagonista, Caleb Maddox, está seguro de que es una buena persona, y que la vida le ha tendido una serie de trampas.
Los personajes del policial suelen ser de dos dimensiones. Detectives como el Sam Spade de Dashiell Hammett, aunque a veces recorren la ley caminando por la cuerda floja, no la transgreden. Pero Maddox, el toxicólogo de The Poison Artist, no pertenece a esa estirpe. Como es el protagonista, el lector apuesta por su integridad moral. Pero, como es al mismo tiempo the fall guy, típico del noir, parece ser habitante y ejecutor de sus pesadillas.
Ya la primera escena marca el tono de la narración. Caleb retorna a su apartamento, se dirige al baño, y observa su frente. “Aunque en la parte trasera del taxi logró frenar la hemorragia”, todavía quedaban “diminutos fragmentos de vidrio alojados bajo la piel, debido al vaso que ella le arrojó”.  Se trata de un vaso de buen cristal, “quizás Murano”. Bridget, su amante, una artista plástica, parece la encarnación de un sueño. Y de repente, tras oír algunas frases que Caleb dijo en el taxi, se enfurece hasta perder los estribos.
Poco más adelante, Caleb recuerda que apenas comenzó a salir con Bridget, ella hirió su pie mientras caminaban en el Golden Gate Park de San Francisco. La mujer se lastimó con un trozo de vidrio, un preludio a la ruptura con el toxicólogo. Como comentario al margen, Bridget se limita a decir: “realmente no me gusta la sangre”.
Y de esa manera, el novelista va instalando, por cuentagotas, las principales claves del misterio. Bridget apuesta a prolongarse en la siguiente generación. Caleb huye de su herencia simbólica.
La sangre desempeña un rol importante en The Poison Artist, pues el protagonista ha recibido de su padre un legado criminal.
Si de influencias se trata, Moore ha revisado de manera minuciosa bastantes novelas y películas de horror. Hay sugerencias  que Maddox es una especie de doctor Frankenstein –el médico, no el monstruo que le usurpó el título. Al igual que Frankenstein, Maddox usa su profesión con fines encubiertos. Su principal investigación se concentra en el análisis de la capacidad del ser humano para enfrentar el dolor. Aunque cuenta con equipos más sofisticados que el del científico loco, sus objetivos son similares.
Un día, un buen amigo y protector, que es además médico forense de la ciudad de San Francisco, le pide a Maddox que lo asista, de manera extraoficial, en una pesquisa. Varios cadáveres han sido encontrados en la bahía. No hay conexión alguna entre ellos, y las causas de las muertes resultan inexplicables. Casi tan enigmáticas como la reticencia de Maddox para intervenir en la averiguación.
Y aquí, nuevamente, hay que volver a Detour, y mencionar también el estilo narrativo de Moore. Es obvio que Caleb Maddox, como el antihéroe de Detour, se está hundiendo en la locura. Por un lado, es brillante en sus análisis. Hay una escena en que explica a su amigo, el médico forense, las causas de muerte de uno de los hombres hallados en la bahía de San Francisco donde combina una prosa sencilla con una sabia descripción de síntomas y probables causas. Que un lego pueda leer hipnotizado la explicación de cómo actúan diferentes componentes del organismo en un caso de infección, demuestra la calidad del narrador. Pues el instrumental ha dejado de ser el escalpelo y algunas substancias conservadas en tubos de ensayo, y reemplazado por espectrógrafos, computadoras, y elementos químicos muy sofisticados.
Moore sabe combinar muy bien diálogos y descripciones. Los diálogos son escuetos, y como suelen decir en estos lares, right to the point. Y las descripciones tienen la nitidez de una fotografía, ya se trate de mostrar la forma de caminar de una persona, o la manera en que se rompe el parabrisas de un patrullero policial cuando choca contra un obstáculo.
Armonizar los métodos del policial con los de la novela de horror suele ser un ejercicio en desencantos. Pero Moore lo consigue al transitar el territorio del suspenso. Un ejemplo: la primera escena, en que la amante de Caleb le arroja un vaso de cristal de Murano contra su rostro, es una de las claves de la novela. Otra clave es la visita de Caleb a un bar, donde conoce – ¿o reconoce?—a Emmeline, enteramente surgida de un film noir de la década del cuarenta.
Finalmente, Caleb Maddox tropieza con la justicia, encarnada en dos policías, que desean interrogarlo sobre uno de los cadáveres hallado en la bahía. El hombre ha sido visto por última vez en un bar, mientras Caleb se hallaba en el lugar. El protagonista se convierte en una “persona de interés” para los detectives.
Es obvio que Caleb tiene una vinculación directa con el caso, a través de sus labores como toxicólogo y de sus indagaciones sobre los umbrales del dolor. Moore nos muestra cómo Caleb empieza a ocultar datos y a mentirle a la policía.
La pesadilla se instala en la vida de Caleb, con ayuda de la bella y misteriosa Emmeline, quien lo induce a beber ajenjo, el mítico licor verde de poetas y pintores, considerado más peligroso y adictivo que muchas drogas, y prohibido durante muchos años en Europa y en los Estados Unidos. (Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Henri de Toulouse-Lautrec, Amedeo Modigliani, Pablo Picasso, Vincent van Gogh, Marcel Proust y Edgar Allan Poe, eran fanáticos de ese licor).
Quizás lo más fascinante de The Poison Artist es cómo, desde la tercera persona, Moore logra contar la historia usando el exclusivo punto de vista de Caleb Maddox. El lector solo se va a enterando paso a paso de su cambiante personalidad. Aunque desea creer en él, siente, al mismo tiempo, que requiere distanciarse de sus obsesiones. Hay algo en Caleb, que discrepa con la visión que tiene de sí mismo. Quizás desde la primera persona, hubiera sido difícil explicar esa mente escindida.
El mundo irreal de Caleb Maddox tiene la cualidad de la pesadilla. Y las pesadillas son siempre más reales que los sueños. Como señalaba Ernest Jones en su libro The Nightmare, no hay nadie que se suicide debido a un mal sueño, pero hay casos en que una persona decide acabar con su vida a raíz de una recurrente pesadilla.
Maddox ha logrado, durante parte de su vida, mantener el ayer alejado de su vida. Pero con Emmeline, ese ayer regresa, lo persigue, no lo deja en paz. Y además, es eterno.
Víctima y victimario de su pasado, Caleb recuerda, en ciertos aspectos, al protagonista de otro gran clásico de la literatura de horror: Doctor Jekyll and Mr. Hyde. Eso no disminuye la calidad de The Poison Artist. Después de todo, no hay temas originales en la literatura; solo la experta combinación de algunos de ellos contribuye a rejuvenecer un género.  


domingo, 21 de agosto de 2016

El culto a Bolívar, de German Carrera Damas. ¿Habrá que prescindir del Libertador?

Mario Szichman


“El ´bolivarianismo´, por obra de celosos
Apóstoles, se ha convertido en una religión
Como el cristianismo, a la cual no le faltan
 Sumo Pontífice, obispos, mayordomo
De iglesia, e innumerables sacristanes”.
Santiago Key–Ayala




Mi admiración por el ensayo de German Carrera Damas El culto a Bolívar, es de larga data. El 17 de marzo de 1970, escribí en la revista Semana de Caracas que se trataba de un trabajo “ejemplar, como historia de las ideas venezolanas… uno de los más apasionados y apasionantes intentos de revisar desde el presente a una figura que tanto sirve para bautizar batallones de cazadores (dedicados a labores de contrainsurgencia), como para designar a frentes guerrilleros”.

Germán Carrera Lamas
Releí el libro en varias ocasiones, especialmente, cuando revisé la bibliografía del Libertador para mi Trilogía de la Patria Boba. Es muy difícil encontrar en América Latina un trabajo tan inteligente, tan desmitificador, a la hora de evaluar un héroe de la patria.
Por cierto, en mi novela Las dos muertes de Bolívar, copié el panegírico que un admirador prodigó a la figura del prócer, cuando llegó a Lima, en 1823. El orador prometió escribir la gloria del ilustre caraqueño “en menos de cien palabras”.  Lo calificó como Prócer Máximo del Continente; Héroe Excelso de la Historia del Mundo. Inteligencia cumbre. Corazón óptimo, Voluntad primera. Epónimo de América”. De paso añadió que la gesta guerrera había “superado al ciclo de Manco-Capac y al Periplo de Colón”. Bolívar poseía también “el alma de Washington, el genio de Bonaparte, la probidad de San Martín, la osadía deTúpac-Amaru”, y en su espíritu se aunaban: “Semidioses de Homero, Varones de la Biblia, Héroes de Plutarco, Adalides del Romancero, y Paladines de la Epopeya”. Para culminar, el orador indicaba que la gloria de Bolívar “no tiene paralelo porque es la única que asciende perpendicular hasta Dios”. Siempre me fascinó esa última frase, quizás por su geometría.
El presidente argentino Juan Domingo Perón solía decir que de todas partes se retorna, menos del ridículo. Tal vez la ingeniosa frase puede aplicarse en naciones cuyos ciudadanos le temen más al ridículo que a la fiebre amarilla. Mi experiencia en Buenos Aires así lo indica. Pero eso no se aplica a todos los países. Es difícil imaginar  en Europa a un político con los atributos de Donald Trump. Hasta Adolf Hitler, que parecía un émulo de Charles Chaplin, siempre intentó conservar modales respetuosos con sus adversarios, al menos en público.
Creo que el libro de Carrera Damas anticipó, en su crítica al culto bolivariano, los peligros que acechaban a Venezuela, un país con excesivos hombres providenciales. Su prolija demolición del mito bolivariano era como un llamado de alerta para hacer descender al suelo a tantos seres anodinos que se visten con plumas ajenas. Manuel Vicente Romero García, un gran ensayista venezolano, dijo hace más de un siglo: “Somos un país de mediocridades engreídas y de nulidades consagradas”. (Venezuela ha tenido excelentes ensayistas. Otro que debe ser recordado y leído con fervor es Rufino Blanco Fombona).
Un país donde nadie desea caer en el ridículo, ofrece una tenue protección contra los demagogos. Un país donde ha proliferado el culto bolivariano, muy difícilmente se salve de ellos. Lo demuestra el devastador ejemplo de Hugo Chávez.  Nadie ausente de Venezuela puede intuir qué significa el culto al comandante eterno, o qué significó ese culto cuando el comandante estaba vivo. Nadie, excepto Hugo Chávez, se ha disfrazado de cirujano, hasta con la gorrita plástica en la cabeza, y se rodea de funcionarios de su tren ejecutivo –todos ellos también disfrazados de cirujanos, aunque creo que había algunas funcionarias disfrazadas de enfermeras– para hacerle la segunda autopsia a Bolívar. (De la primera se encargó el médico francés Alejandro Próspero Reverend. Durante más de un siglo y medio, hasta el acceso de Chávez al poder, nadie cuestionó sus conclusiones).
No contento con esa intervención quirúrgica post–mortem, Chávez ordenó que hicieran la cirugía estética al rostro del prócer. Ahora, los venezolanos tienen que calarse un Bolívar desconocido para quienes fueron sus contemporáneos. Por cierto, Bolívar fue una de las figuras históricas más retratadas en diversas épocas de su vida.
Es obvio que si el prócer máximo del país pudo ser sometido a la indignidad de una segunda autopsia, y a la alteración de su rostro, quien ordenó hacer esas reformas se sentía superior a ese prócer máximo. Pero ¿dónde abrevó Hugo Chávez Frías ese concepto? Es posible que en el propio culto. Un culto que no deja morir a Bolívar –aunque ahora rejuvenecido, y algo obeso–, y que insiste hasta la saciedad en su polifacético genio.

Carrera Damas recuerda que José Rafael Pocaterra, el autor de esa obra sin parangón titulada Memorias de un venezolano de la decadencia, mencionó en una de sus novelas al doctor “Gragireña Vicuña, attaché de la legación chilena”, a quien le habían ofrecido un ágape, “con motivo de su último opúsculo, titulado Bolívar, campeón de ajedrez”.
El historiador mantiene la seriedad de su discurso cuando analiza los factores históricos para crear el culto a Bolívar. Esa santificación del Libertador comenzó poco después de su muerte, y especialmente a partir del retorno de sus restos a suelo patrio en 1842. Y por razones muy prácticas. Venezuela era un país fragmentado, aquellos que habían luchado por la emancipación poco habían logrado en la defensa de sus derechos, una oligarquía voraz se había quedado con el fruto de todos los esfuerzos, y en nada había cambiado la condición de pardos y morenos, los soldados de la guerra independentista.
La oligarquía necesitaba un mito unificador, y Bolívar era la figura ideal. Nadie podía negar sus méritos y, en la cúpula gobernante, nadie quería recordar sus vastos desaciertos: la entrega de Francisco de Miranda a los españoles, el fusilamiento del general Manuel Piar, quien cambió la guerra con su conquista de Guayana, o el fracaso de su proyecto político tras la secesión de la Gran Colombia.
Por lo tanto, surgió un mito religioso que se convirtió, como diría Cervantes, “en historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma”.

UN GENIO ANDA SUELTO

Una vez Carrera Damas se adentra en la manufactura del mito,  el discurso cambia. Nos dice que según los aduladores, Bolívar: “fue todo cuanto se propuso ser, e incluso aquello que ni siquiera sospechó ser. Desde guerrero insigne hasta escritor original, es extensa la gama de las facultades que se le atribuyen, y todas realizadas en grado superlativo – de ese que suele destacarse mediante el recurso a las letras mayúsculas”.
Para el historiador Ángel Francisco Bryce, “Bolívar no fue solo el Gran Guerrero, el Gran Político, el Gran Legislador, el Gran Estadista, el Gran Constructor de Naciones, sino, especialmente, el Gran Educador, porque nos enseñó a conducirnos hacia nuestro destino, aunque no fuera su culpa que no siguiéramos el camino que nos trazó”.
Y una vez se ingresa en ese carril ¿en qué momento puede detenerse un ensayista? Carrera Damas cita a Tulio Febres Cordero, quien indicó que para el Libertador, nada humano le era ajeno. “No solamente era entendido el Libertador en el arte de Vulcano: en obsequio de la Patria, fue también sastre y hasta tintorero, pues él mismo daba los moldes para el corte de las chaquetas e instrucciones para teñir la tela”.
Quizás el peor aporte que ha ofrecido el chavismo al pueblo venezolano es la cancelación del ridículo. Hasta el jefe de estado de Corea del Norte, Kim Jong Un, se indigna cuando alguien lo toma en broma.
En fecha reciente, funcionarios de la embajada de Corea del Norte en Gran Bretaña visitaron la  peluquería londinense M&M Hair Academy para presentar una protesta. M&M Hair Academy había decidido aumentar sus ventas ofreciendo un 15 por ciento de descuentos a clientes descontentos con su cabellera. Para ello, usó un poster del líder norcoreano exhibiendo su asombrosa pelambre, acompañado de la leyenda Bad Hair Day? (¿Mal día para su cabello?) Diplomáticos norcoreanos exigieron a los dueños de la peluquería divulgar el nombre del responsable de ese agravio pues deseaban presentar una demanda. Como las represalias que apadrina el señor Kim contra sus enemigos suelen ser muy desagradables –arrojó perros feroces a su tío, disgustado por el hambre de poder de su pariente– los interrogados optaron por encubrir la identidad del agraviante. Según periódicos británicos, The Foreign Office inglés recibió luego una carta de protesta enviada por la sede diplomática norcoreana. 

El ridículo no hace mella en el chavismo, que continúa impertérrito ante las burlas que prodiga la oposición, o buena parte de los periódicos de América Latina.  ¿Es una táctica política? En ese caso, es brillante. ¿Es simplemente desprecio por la opinión de los demás? Lo ignoro. Pero como práctica es imbatible. El chavismo ha insultado a todo intelectual o funcionario internacional que no comulga con sus planteos. Y ha tenido éxito, silenciando muchas voces. A nadie le gusta que en un diálogo se instale el insulto. Además, contribuye a cambiar las reglas del juego, al cancelar el tema en discusión, y abrir las compuertas al desatino. Hace algunas semanas, la canciller venezolana Delcy Rodríguez negó que hubiese problemas de alimentación en su país, y dijo que Venezuela estaba en condiciones de abastecer a tres naciones. Esa frase la formuló en quince segundos. ¿Qué hace el interlocutor? ¿La cita a una mesa redonda, y extrae tablas y muestra cifras refutando la afirmación? Eso es imposible. Por lo tanto, quien enunció la falsedad, se queda con la última palabra.
Y algo así ha ocurrido con Bolívar. En el celo por magnificar su figura, se han dicho sandeces increíbles, varias de las cuales reseña Carrera Damas.
Por ejemplo, los redactores del santoral bolivariano porfían en que el Libertador no necesitó aprendizaje alguno. Al parecer, solo necesitan aprender los seres humanos. El historiador Cristóbal L. Mendoza, señala Carrera Damas,  llegó a decir “que alguna influencia benéfica se ejerció sobre Bolívar, pero que ésta no era en modo alguno necesaria, dada la naturaleza genial del discípulo”.
Mendoza indicó que cuando Bolívar sostenía pláticas con su maestro Simón Rodríguez, no lo hacía para aprender, “sino para dar más metódico fundamento a los arranques iniciales del Libertador”.
Después estaba la visión futurista de Bolívar, anticipándose a los acontecimientos, modelándolos en su mente.  César Zumeta, al mencionar el incómodo encuentro entre Piar y Bolívar, dijo que el prócer “había realizado en los limbos de profético delirio la redención del continente. Esa visión era una fuerza incontrastable. Sólo él la comprendía, sólo él se sabía capaz de realizarla. Cuando él hablaba lo hacía en nombre de prodigios que por entonces sólo existían en su mente” y mencionaba a Bomboná, a Pichincha y a Ayacucho, “aún no nacidas a la historia”. Casi nada.
A tal grado llegó la sacralización de Bolívar, que la historia venezolana de las guerras patrias se reconstruyó de acuerdo a su presencia en ciertos episodios. Todo aquello que fue protagonizado por otros héroes, pasó a segundo plano.
Carrera Damas tiene esperanzas, aunque algo remotas, de que quizás algún día, pueda “ser desecho el artificio que ha determinado que en la historia de Bolívar éste aparezca como su propio autor”.

Tal vez eso también ayude al Libertador a encontrar finalmente la paz. En mi novela sobre Bolívar, puse en su boca estas palabras: “No es la muerte lo que me preocupa, sino la inmortalidad, que impide a una persona descansar tranquila en su tumba”. 

miércoles, 17 de agosto de 2016

Rogue Male, de Geoffrey Household, El frustrado intento (narrativo) de asesinar a Hitler


Mario Szichman




¿Qué es un rogue male?  El término rogue admite múltiples acepciones dependiendo de la palabra adjunta. Como nombre, puede significar ladrón, pícaro, pillo, o canalla. En zoología, designa al animal apartado de la manada. Un rogue elephant es un elefante solitario –y peligroso. A rogue person, un inconformista; en ocasiones, un ser sin escrúpulos. Un rogue cop es un policía corrupto. A rogue's gallery es un fichero donde se almacenan prontuarios de delincuentes.
Geoffrey Household

En 1939, en los prolegómenos de la segunda guerra mundial, el escritor británico Geoffrey Household publicó Rogue Male, posiblemente, la mejor novela de suspenso en habla inglesa. Si, como afirmaban muchos escritores rusos del siglo diecinueve, “Todos descendemos de El Capote, de Gogol” (la frase se atribuyó falsamente a Dostoievski). Puede asegurarse, con la misma certeza que John Le Carré, Eric Ambler, Len Deighton, y Ian Fleming, entre otros, descienden de las majestuosas ramas de ese árbol creado por Household.
En la escritura, como en cualquier otro oficio, hay que acatar a Balzac: “No se puede ser un gran hombre a bajo precio”. Y el narrador de Rogue Male apostó con grandeza a una pieza de caza mayor: el asesinato de Adolf Hitler.  
La novela prescinde del nombre de Hitler, y del protagonista. Es la historia de un aficionado a la caza y a la pesca, que decide liquidar al dictador de un país de Europa Central.
Desde la primera escena, hasta el final, el suspenso se mantiene sin declinar. “I cannot blame them” es la primera frase de la narración. “No les puedo echar la culpa”. ¿A quiénes no les puede echar la culpa? ¿La culpa por qué? Bueno, ocurre que el aficionado a la caza y a la pesca ha sido sorprendido por la guardia personal del dictador a unos 500 metros de la terraza donde el hombre fuerte se hallaba disfrutando del aire fresco y de una taza de café. Si lo hubieran descubierto paseando tranquilamente por el lugar, todo habría sido distinto. “Quizás, hasta me hubieran invitado a almorzar”, señala el narrador. Pero el anónimo protagonista llevaba consigo un rifle con mira telescópica y balas de un calibre suficiente para matar un oso o un jabalí.
Por lo tanto, los henchmen del dictador no tienen otra alternativa que asesinarlo, aunque sin dejar huellas. Después de todo, se trata de un caballero inglés. En ese momento Gran Bretaña no se hallaba en guerra con ese innominado país de Europa central, y resultaba superfluo causar un incidente diplomático.
Tras molerlo a golpes y someterlo a sádicas torturas –Household no las describe, se limita a enunciar algunas de las consecuencias: “aunque mis uñas han vuelto a crecer, mi ojo izquierdo luce bastante inútil”– el sportsman es colocado al borde de un precipicio. Sus captores dejan que se sostenga en una precaria posición, hasta que la fatiga lo obligue a aflojar las manos. “Eso fue ingenioso”, debe reconocer el protagonista. “Escarbar la tosca roca podría explicar de alguna manera el estado de mis dedos cuando me hallaran”. Pero eso no ocurre. El héroe de la historia se precipita al vacío. Al comienzo, cree que está muerto, “siempre pensé que la conciencia perdura luego de la muerte física, aunque ignoro por cuanto tiempo”, dice. Luego, se sumerge en la inconciencia. La caída ha sido terrible, y entre las ásperas rocas ha quedado parte de su humanidad. Pero ha tenido la suerte de caer en un lodazal, y el barro que cubre su dañado cuerpo es como una segunda membrana, que va restaurando lerdamente su piel. (La metáfora del útero materno se repetirá en la segunda parte).
Household escribió una épica, no del sufrimiento sino de la resistencia y la obstinación. No hay gimoteos ni lamentos, apenas una feroz obstinación por emerger de su trance. La atracción de Rogue Male deriva, en buena parte, de la clínica objetividad con que el protagonista vuelve a ponerse de pie, y logra finalmente huir de ese país innombrable de la Europa Central. El héroe de la historia descubre que solo puede encontrar solidaridad entre los parias de ese país enfermo.
“La tediosa concepción del Estado”, piensa el protagonista, “tiene un efecto reconfortante: crea tantos leprosos morales, que ninguno de ellos, si cuenta con un poco de paciencia, puede sentirse solo durante mucho tiempo”. El resultado es una sociedad secreta de seres que, pese a vivir aterrados, logran exhibir sentimientos de solidaridad. Y el protagonista apuesta a esa clandestina casta. Se trata de una jugada riesgosa, que puede terminar mal.
El narrador logró, antes de comenzar la segunda guerra mundial, vislumbrar el terror de un estado omnisciente secundado por una masa amorfa. La única esperanza era confiar en individuos cuya condición de excluidos los hacía más sensibles a las desdichas humanas, aunque eran también proclives a la delación.
El hombre se enfrentaba a la masa, a ese ser inconsciente de múltiples tentáculos. El ser indefenso competía con el poder omnímodo. Y en el caso de la novela, el individuo triunfa, precariamente, contra un régimen avasallador.

EL CAZADOR CAZADO
Peter O´Toole en una de las versiones
 cinematográficas de Rogue male

La trama de Rogue Male hipnotiza también por la sobriedad con que Household da vuelta las cartas. Tras retornar a Inglaterra, el frustrado asesino descubre que la persecución no ha concluido. En realidad, nunca podrá terminar. Mientras recorra la tierra, los agentes del país cuyo líder intentó asesinar, se encargarán de remover hasta la última piedra, a fin de neutralizarlo.
Y Rogue Male muestra la contrapartida de lo que significa convertirse de perseguidor en perseguido. El cazador descubre que no se halla a cubierto, a pesar de vivir en su país de origen. Debe borrar sus huellas, huir de Londres, y buscar un refugio. Termina finalmente en una cueva, el otro útero materno, acosado por sus rastreadores. No piden mucho de él, solo que firme un papel reconociendo su intento de matar al líder, y su promesa de que nunca más volverá a ensayar una aventura semejante. Finalmente, logra librarse de sus perseguidores.
Rogue Male es una novela corta, tiene apenas doscientas páginas, pero tanto en su descarnado estilo, como en las reflexiones de su narrador, es una gran novela, porque toca temas esenciales de la condición humana. No hay misericordia por la suerte de ese David intentando salvarse de su poderoso enemigo, y tampoco piedad. Pero sí una defensa de valores que nos permiten seguir siendo humanos.
Ya bien avanzada la narración, descubrimos que el indiferente sportsman tiene una cuenta que saldar. Su amante ha sido asesinada por las huestes del dictador, y quiere vengarse. Nada puede desviarlo del camino. Es tan leal con sus convicciones, como el narrador es fiel a su trama, y a las razones que mueven a los personajes. Y el final, es en realidad un recomienzo.
El protagonista le informa a un amigo: “Comienzo a descubrir en qué me equivoqué la primera vez. Fue un error aprovechar mi destreza en una zona rural que comprendía. Uno debe cazar un animal en su hábitat natural. Y el hábitat natural de un ser humano, en ésta época, es una ciudad. Las chimeneas deben ser la protección. Y el método: disparos a doscientas yardas de distancia. Mis planes están bastante avanzados. Tal vez no salga vivo, pero no fallaré el disparo. Y eso es para mí lo único que tiene importancia”.
Rogue Male tuvo un gran éxito en el momento de su publicación. Pero Household no pudo disfrutarlo, pues poco después fue incorporado a la inteligencia británica, y sirvió en Grecia, Palestina, Siria e Irak, alcanzando el grado de teniente coronel.  
En su autobiografía, Against the Wind (1958), Household dijo que ningún personaje de novela es real, a menos el autor conozca cómo se gana la vida.
Se consideraba “una especie de hijo bastardo de Stevenson y de Conrad. Para mí, el estilo es de enorme importancia. Siempre intento desarrollar a mi héroe como un ser humano sumergido en problemas”.

En cuanto a Rogue Male, nunca salió de circulación. El autor dijo que la trama surgió de un deseo personal. “Había que hacer algo” con Hitler, señaló, “y me puse a pensar cómo se podía hacer para asesinarlo”. 

domingo, 14 de agosto de 2016

Las venganzas personales de Vladimir Putin


Mario Szichman



Alexander Litvinenko, exfuncionario del servicio de seguridad de Rusia, asesinado en Londres.

Escribir es siempre una buena excusa para asesorarse con bibliografía que de otra manera dejaríamos de lado. Por eso me agrada escribir novelas históricas y brindar coherencia a un mundo que suele carecer de toda lógica.
Quizás el botín bibliográfico con más gemas fue el que obtuve mientras proyectaba la novela Los papeles de Miranda. El Precursor Francisco de Miranda fue un hombre universal. Peleó en tres revoluciones: la de Estados Unidos, la de Francia, y la de las colonias españolas. Conocía varios idiomas, y visitó la mayor parte de Europa en sus años mozos. Su curiosidad era tan insaciable como su pasión amorosa.
La leyenda decía que cuando llegó a Rusia, enamoró a la emperatriz Catalina. En ese caso, la leyenda no se corresponde con la realidad. Catalina y Miranda no fueron amantes. Pero la emperatriz fue una buena amiga, le presentó a personajes importantes, y le permitió, en parte, conocer los pasadizos del poder. En cierto momento,  Miranda perdió el favor de la corte, quizás por sus comentarios, tal vez por su inquisitiva mirada, o porque alguno de los numerosos favoritos de Catalina empezó a sentir celos de ese apuesto sudamericano.
Pero en su visita a Rusia, Miranda aprendió bastante, entre otras cosas, a temer el omnímodo poder de sus gobernantes. Todo, en definitiva, dependía de la buena o mala voluntad de un zar, o de una zarina.
Rusia, como Turquía, sigue siendo en Europa, uno de los enclaves del despotismo oriental. La democracia nunca ha conseguido suelo propicio para florecer.  Cuando Miranda visitó Rusia, faltaba casi un siglo para la liberación de los siervos de la gleba. Los nobles rusos solían comprar tierras, junto con los campesinos que las habitaban. Era un régimen de esclavitud total. Y una de las obras maestras de Nikolai Gogol, Almas muertas, es la épica novela de un pícaro, Chichikov, quien hace su fortuna comprando títulos de posesión de siervos (almas) que han fallecido.
El esquema de Chichikov es el siguiente: el gobierno ruso cobraba impuestos a los propietarios de tierras en base a los siervos que poseía, de acuerdo al censo. En esa época, los censos eran infrecuentes. Los propietarios de tierras terminaban pagando impuestos por siervos que habían perecido. Esas almas muertas, que solo existían en el papel, servían para que Chichikov las usara como garantía de un enorme préstamo. Su intención era apropiarse del préstamo, y huir con el dinero.
Las estafas que cometen los individuos en cada país son como el retrato en negativo de una administración gubernamental. La novela de Gogol fue devastadora. Mostró las triquiñuelas que podían urdirse en un estado absolutista donde la ley se obedecía, pero no se acataba.
Miranda no tuvo ocasión de comprobar los méritos del gobierno de Catalina, pero sí verificar su crueldad.  En la novela señalaba que la emperatriz presentó al Precursor en cierta ocasión “a un hombre bajito, calvo, una especie de simpático bufón”. Ese simpático bufón era Scherbatovsky, el jefe de la Tercera Administración, la policía secreta de Catalina. Miranda dice en la novela: “He oído bastante de Scherbatovsky. Sus interrogatorios los inicia habitualmente propinando un formidable golpe en la mandíbula del sospechoso. Cuentan que la silla donde se sientan los interrogados está ubicada sobre una puerta trampa. Si a Scherbatovsky no le gustan las respuestas, aprieta un dispositivo y la silla cae a un foso lleno de ratas”.

CÓMO PROPICIAR UNA GUERRA

The Times Literary Supplement publicó en fecha reciente un análisis de dos libros sobre la Rusia posterior a la caída de la Unión Soviética.  Uno de ellos es de David Satter: The Less You Know, The Better You Sleep, Russia’s road to terrorism and dictatorship under Yeltsin and Putin. Cuando menos sepa, mejor podrá dormir, el camino de Rusia hacia el terrorismo y la dictadura, bajo Yeltsin y Putin; y otro de Luke Harding: A Very Expensive Poison, The definitive story of the murder of Litvinenko and Russia’s war with the West: Un veneno muy costoso, la historia definitiva sobre el asesinato de Litvinenko y la guerra de Rusia con Occidente. Ambos trabajos ofrecen buenas explicaciones sobre esa tenebrosa personalidad que es el habitante del Kremlin, quien se ha venido alternando como presidente y primer ministro de Rusia desde 1999. Putin fue primer ministro entre 1999 y el 2000, presidente desde el 2000 al 2008, y nuevamente primer ministro entre el 2008 y el 2012. En la actualidad, se desempeña como presidente de la Federación Rusa. Como se verá, es un hombre indispensable que se mantendrá en el trono hasta que intervenga la biología.
Ya mencioné en un post anterior la manera en que se administra la justicia en la Rusia moderna. (Ver mi post: En Rusia todavía juzgan a los muertos del 20 de abril de 2016.
       En esa oportunidad escribí sobre  el caso de Sergei L. Magnitsky, un contador que había formulado varias denuncias contra las autoridades acusándolas de fraude. En enero de 2013, la justicia rusa ordenó procesar a Magnitsky, quien ya estaba muerto.
Según dijo The Financial Times, el caso Magnitsky “es egregio, bien documentado, y encapsula el lado oscuro del putinismo”. Funcionarios del sistema de Rentas Internas de Rusia aprovecharon la estructura del fondo de inversiones Hermitage Capital, para robar 230 millones de dólares del Estado. Cuando Magnitsky, el contador de Hermitage Capital, descubrió el fraude y presentó evidencias, revelando los nombres de varios funcionarios que habían participado en la estafa, el gobierno de Moscú actuó como lo hacen los gobiernos de nuestras repúblicas bananeras: mandó a la cárcel al encargado de formular la denuncia tras acusarlo de orquestar el dolo. Una vez en la cárcel, las autoridades rusas, dijo The Financial Times, negaron al preso “tratamiento para un grave problema estomacal y eventualmente lo golpearon hasta matarlo”.
Según la reseña de los libros de David Satter y Luke Harding publicada en el TLS, ambos autores son “periodistas intransigentes, quienes trabajaron en Rusia y fueron expulsados del país por sus escritos. Y no es difícil entender por qué. Satter y Harding escriben acerca del lado más oscuro de la política rusa, en particular corrupción y asesinato en los niveles más altos del Kremlin”.
Satter examina los “horrendos atentados contra edificios de apartamentos en septiembre de 1999, que muchos han atribuido de manera directa a Vladimir Putin, quien había sido designado primer ministro en fecha reciente”-
Satter se hallaba en Rusia en la época de las cuatro explosiones separadas, que causaron la muerte a cerca de unas 300 personas en tres ciudades. Posteriormente, el periodista obtuvo información de "disaffected members”,  individuos descontentos, de los servicios rusos de seguridad. Mientras el gobierno de Moscú aseguraba que los atentados habían sido cometidos por chechenios en represalia por los ataques rusos contra ellos en Daguestán, tras la invasión de Rusia en agosto de 1999, los descontentos miembros de los servicios de seguridad le dijeron a Satter que esas aseveraciones eran falsas. La planificación de esos atentados hubiera requerido entre cuatro y cuatro meses y medio para organizarlos. Por lo tanto, esa planificación debía haber comenzado antes de la invasión rusa a Daguestán. 
De acuerdo a Satter, existían evidencias de que los organizadores de los ataques habían actuado por encargo de la FSB de Rusia, la agencia que reemplazó a la KGB. La prueba era que el hexógeno utilizado en los explosivos solo era producido en una sola fábrica de Rusia, en la región de Perm. La fábrica era custodiada por la FSB.
El periodista señaló que los atentados en tres ciudades rusas tenían como propósito justificar una nueva invasión a Chechenia.

INVESTIGACIÓN DE UN CIUDADANO
POR ENCIMA DE TODA SOSPECHA

En cuanto al libro de Luke Harding, lidia con el asesinato de Alexander Litvinenko, un ex funcionario del FSB, quien buscó refugio en Gran Bretaña. Litvinenko fue envenenado en Londres, en el 2006, con polonium-210, un letal agente radioactivo.
El caso fue investigado por las autoridades judiciales británicas, y la conclusión del alto magistrado sir Robert Owen, fue que existían abrumadoras evidencias de la complicidad del Kremlin en el homicidio. Por supuesto, el gobierno de Putin ha desechado el veredicto de Owen, e insiste que nada tuvo que ver en el caso.
Lo más interesante en el homicidio de Litvinenko, según la reseña del TLS, es descubrir el motivo. Aunque los dos acusados del asesinato del desertor, Andrei Lugovoi y Dmitry Kovtun, fueron procesados, las razones resultan incomprensibles.
La versión corriente es que Litvinenko fue envenenado tras denunciar en noviembre de 1998, en una conferencia de prensa televisada, la práctica de asesinatos del FSB, y su corrupción. Litvinenko fue expulsado de la agencia, y encarcelado. En el 2000, logró huir a Gran Bretaña.
La investigación que se hizo tras su muerte demostró que Kovtun y Lugovoi, un ex funcionario de la KGB que trabajaba con Litvinenko en labores de consultoría, llevaron el polonium-210 cuando viajaron a Londres desde Rusia en octubre de 2006.
Los dos hombres lograron administrar el veneno a Litvinenko el primero de noviembre de ese año, en el bar Pine del hotel Milenio,  donde el desertor se reunió con ellos y bebió té.  
El veneno provenía de las instalaciones de Avangard, en la ciudad rusa de  Sarov. “Los dos hombres no habrían podido obtener el polonio sin la complicidad del FSB”, dijo la reseña en TLS. El FSB se encarga de proteger las instalaciones nucleares rusas. “El FSB nunca se habría embarcado en ese audaz asesinato repleto de enredos políticos para las relaciones de Rusia con Occidente, sin el consentimiento de Putin”, añadió el artículo.
Resulta obvio que Litvinenko era un cordero para el sacrificio por sus denuncias sobre los vínculos entre el Kremlin y el crimen organizado, señaló Harding. Sin embargo, eso no cuenta toda la historia. Otros traidores al FSB no corrieron la misma suerte que Litvinenko. Allí están los casos de Oleg Kalugin y Yury Shvets, altos funcionarios de la KGB que huyeron a Estados Unidos y divulgaron mayores confidencias que Litvinenko. O de Oleg Gordievsky, quien escapó a Gran Bretaña en 1985 y cooperó con el MI6 durante años.
Harding sugiere otra razón intensamente personal. Durante la investigación presidida por el juez británico Owen, se determinó que Litvinenko había estado desde hacía mucho marcado por el Kremlin. En un video de adiestramiento militar de 2002,  fuerzas especiales practicaban tiro al blanco usando como objetivo una fotografía del desertor.
Según declaró Marina Litvinenko al autor del libro, “con Putin, todo es personal”. El error que habría cometido el desertor fue acusar a Putin de mantener relaciones sexuales con menores.
El 5 de julio de 2006, Litvinenko publicó un artículo en Chechen Press, titulado “el pedófilo del Kremlin”. En el artículo se describía un reciente incidente en que el líder ruso salió del Kremlin y saludó a un grupo de turistas. Putin se aproximó a un niño, se arrodilló, alzó su camiseta, y lo besó en el estómago. “El mundo quedó shockeado”, dijo Litvinenko en su crónica. “Nadie podía entender por qué el presidente ruso había hecho una cosa tan extraña”.  Posteriormente,  Litvinenko aseguró, aunque solo basándose en rumores, que Putin era conocido en la KGB como un pedófilo, y que una vez se convirtió en jefe del FSB, ordenó destruir grabaciones de video donde lo mostraban manteniendo relaciones sexuales con menores.
Pocos días después de la publicación del artículo de Litvinenko, la Duma rusa aprobó una enmienda a una ley antiterrorista sancionada meses antes, que autorizaba al FSB a perseguir en el exterior presuntos terroristas rusos y extremistas. En la enmienda se ampliaba la definición de quienes podían ser eliminados por los servicios de seguridad. Eso incluía personas que difamaban “a aquellos que ocupaban un cargo gubernamental”.
Según la persona que hizo la reseña de los libros en el TLS, “la ley, de manera clara, fue diseñada teniendo en cuenta a Litvinenko”.
Aunque se trata de conjeturas imposibles de corroborar, Putin ya ha expresado su filosofía política de manera muy clara. En el 2000, dijo en una entrevista: “Si alguien se muestra nervioso, el enemigo pensará que es más fuerte que él … Por eso hay que golpear primero, y golpear con tanta fuerza, que el enemigo no pueda ponerse de pie”.

Hace tres lustros que Putin es el amo y señor de Rusia, un país que nunca se ha librado de gobernantes omnímodos. Tal vez el asesinato de Litvinenko no es una razón de estado, sino una cuestión intensamente personal.