sábado, 31 de marzo de 2018

La compasión del corredor de fondo. “Los hombres de barro” (La alternativa de Harry)


Mario Szichman


“En esta grandiosa época, que yo conocí
cuando era así de pequeña; que
volverá a ser pequeña siempre y cuando
quede tiempo suficiente para ello...
En esta grandiosa época no esperen de
mí más palabras, excepto aquellas
 destinadas a evitar que el silencio
sea mal interpretado”.

Karl Kraus




En Rogue Male, Geoffrey Household narra la historia de un hombre que intenta asesinar a Adolf Hitler, y es capturado por los guardias del líder nazi. El protagonista es torturado hasta quedar reducido prácticamente a pulpa, y luego arrojado por un barranco para que muera. Afortunadamente, cae en medio de un lodazal, que atempera el impacto de la caída del cuerpo.
Pero el barro no sólo sirve para evitar su muerte. El barro se convierte primero en su placenta, luego en su caparazón. Y así el protagonista logra renacer a partir de sus heridas.
Los principales personajes de la novela de José Ruivary Hombres de Barro (La alternativa de Harry), desde ese improbable héroe que es Harry Vegas, hasta sus secuaces, subordinados y superiores, parecen compartir esa cualidad incierta del protagonista de Rogue Male. Se trata de seres a medio camino entre la carne y su disolución total.
El barro parece constituir su elemento, del mismo modo en que el clima de Piura parece amasarlos en el lodo. Todos ellos luchan, ¡Y cómo luchan! Y aunque están condenados al fracaso, al menos una cualidad los destaca: nunca se resignan.
           
UNA NARRATIVA JADEANTE

No conozco muchos novelistas que pongan tanta carne, tanta piel, y tantos huesos para explicar un proyecto de fracaso político. El aprismo en el Perú, como otros movimientos populistas en América Latina, ha surgido entero de la cabeza de un caudillo y ha sido enjaezado luego en el llano –y especialmente en la clandestinidad– con arrebatos teóricos de una izquierda que ha olvidado la elegancia polémica de un Marx, de un Bielinsky, de una Rosa Luxemburgo, o de un Gramsci, y se ha hecho acrítica y mesiánica.
Ruivary brinda tres dimensiones a un dirigente medio del aprismo como Harry Vegas, recubre de carne y hueso sus consignas políticas, y lo equipa con la densidad y el peso específico del deseo.
El escritor emprende una tarea difícil de explicar y ardua de concretar: trabajar con un ser humano que es además portavoz de contradictorias ideas y sentimientos.
Adornado con lemas que luce como si fueran abalorios, el cuerpo del protagonista lucha en ese interminable two-way pull del que hablaba el grande entre los grandes Jim Thompson. Como el novelista boliviano Luis Minaya Montaño, quien en El cadáver de Leonardo logró hacer surgir a un personaje inolvidable de las ruinas de un proyecto político –en este caso, el Movimiento Nacionalista Revolucionario–  Ruivary consigue en Hombres de Barro dar vida a esas creaciones de los doctores Frankenstein que son nuestros políticos autóctonos, incompetentes para conocerse a sí mismos, ineptos para aprender, con una personalidad escindida entre sus anhelos de justicia, sus desmesurados deseos de poder, su saqueo del erario público, y una realidad improbable de alterar.
En uno de sus momentos de franqueza, Harry Vegas reconoce: “¡Estamos fregados, caracho! ¿Qué hacemos, pues? Nos hemos dormido y ahora es tarde para reinstaurar el orden. La gente opina que no tiene necesidad del gobierno del APRA. Muchos están convencidos de que los apristas hemos traído la corrupción en lugar de la libertad. Y claro, nos vilipendian. Lo peor de todo, es que nosotros hacemos muy poco o nada por combatir a nuestros enemigos. ¿Qué diablos nos está pasando? A lo que parece, nos estamos yendo al infierno a pasos agigantados”.

LA COMPASIÓN DEL CORREDOR DE FONDO

 Sería muy fácil condenar a todos esos personajes en bloque, enviarlos directamente al basurero de la historia. Pero Ruivary necesita entender. Su sagacidad de novelista necesita entender. Y para eso penetra en la mente y en los actos de seres que se siguen viviendo como puros, que intensifican su esmero a medida que se hunden en la corrupción. (Cuando una sociedad se hace más corrupta, decía Marcel Proust, más se refinan sus modales).
Un mal novelista nos haría creer que los seres malos se sienten malos, y por eso actúan como malvados. Un novelista como Ruivary sabe algo más: que la maldad se tiñe del color del cristal con que se mira. Cuando a Albert Speer, ministro de Armamentos de Adolfo Hitler, le cuestionaron su pasado nazi, éste respondió: “Es difícil saber que uno está frente al demonio, especialmente si el demonio nos apoya afectuosamente la mano en el hombro”.
No hay hipocresía, y apenas cinismo, en los personajes que pueblan Hombres de Barro. Tal vez indignación, porque la vida les ha jugado una mala pasada. Quizás envidia, por la buena suerte de los otros. Y un soterrado anhelo de probidad hasta en el más malévolo.
Tampoco existe una elegante lógica en las tribulaciones del protagonista, o de su compañera, Chela. Pero, al igual que otros personajes que pueblan el relato, es posible identificarse con sus exploraciones y traspiés.
“Si (Harry Vegas) pudiera `verse´”, escribe Ruivary, “se vería como un sujeto todavía sin domesticar por completo y en permanente trance de arrojarlo todo por la borda a poco que se lo pida el cuerpo y se aburra de la política y sus circunstancias”. Uno teme en esos comentarios la presencia de un autor intentando suplir las carencias de su personaje. Pero Ruivary tiene la astucia de dar un giro inesperado a esas aserciones.
Con humilde sabiduría, el autor también incurre en los tanteos y tropiezos de sus malhadados héroes.

LA LECTURA Y OTRAS SORPRESAS

Leemos por placer, o leemos por obligación.
Leemos como niños, o lo hacemos como académicos.
Leemos con la fruición con que lo hacía Silvio Drodman Antier, el protagonista de la novela de Roberto Arlt El Juguete Rabioso, a quien un viejo zapatero andaluz había iniciado “en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca”, o leemos porque las obras han sido escogidas para atiborrar algún curriculum universitario.
Nos sumergimos en la lectura, o la mantenemos a distancia, observando la prosa con objetividad e indiferencia. Y después, mucho después, descubrimos que esos textos que leemos como si volviéramos a la infancia, que nos absorben y nos hacen olvidar el entorno cotidiano, han sido construidos por arquitectos y ejecutados por albañiles.
Pues la sencillez, la pasión, la capacidad de inspirar empatía en el lector, son producto de una tarea agobiadora. (Kurt Vonnegut me dijo en el curso de una entrevista: “No hay una tarea más engorrosa y endiablada que la de escribir con sencillez”).
Tropezar con un buen texto siempre despierta alegría. Y encontrar buenos textos es una tarea cada vez más difícil. Pues nos brinda temor reclamarle a un escritor lo que le exigimos al más humilde de los artesanos.
Si un albañil se comportase como ese ingenioso arquitecto de la Academia de Lagado inventado por Jonathan Swift, que construía viviendas a partir del techo, “acatando la práctica de “esos dos prudentes insectos, la abeja y la araña”, lo pondríamos de inmediato en la calle.
Pero nada de eso le pedimos a un escritor. De ahí que abunden esas estructuras narrativas que tiemblan como casuchas de lata cuando pasa cerca un tren elevado, o esos diálogos inverosímiles emplazados en las novelas para indicar que el autor es quien posee las mejores réplicas.
Estoy seguro de que si la mayoría de los escritores que plagan nuestro horizonte cultural aprendieran simplemente de las destrezas de un albañil, contaríamos con más novelas y relatos de primera agua.
Ruivary es uno de esos albañiles, construyendo sus escenas, sus conflictos, sus personajes, sus diálogos, ladrillo tras ladrillo. Nada está puesto al azar en Hombres de Barro. Ruivary permite a sus personajes vivir sus propias vidas. Es como si nos hiciera caer por una puerta trampa y nos transportase a un mundo diferente, mientras pasa a un discreto segundo plano. No le interesa dar a conocer sus puntos de vista: sólo los puntos de vista de los personajes inmersos en conflictos casi insolubles.

PERSONAJES EN BUSCA DE UN AUTOR

William Faulkner dijo en un interesante intercambio de cartas con Malcom Cowley que la mayor tentación de un autor es obligar al protagonista a sustentar sus ideas propias. Y ese es también su mayor fracaso. 
Faulkner indicaba a Cowley que él no hablaba por sus personajes: permitía que sus personajes hablasen por sí mismos. Y Northrop Frye decía por su parte que a nadie se le ocurrió mencionar que Julio César o Ricardo III hablaban por boca de Shakespeare.  Es importante ese sesgo, pues de lo contrario, el autor se convierte en un tirano que prefiere escuchar su voz, a permitir que los demás hablen con sus propios sentimientos.
Tal vez aquello que despierta tanta admiración en Jim Thompson es que nunca pone distancias con sus personajes. Ni desprecia a sus villanos, ni los hace hablar como villanos. Los villanos de Jim Thompson parecen seres buenos e incomprendidos, animados de razonamientos plausibles y de una gran indignación moral.
Ruivary pertenece a ese linaje. Y acepta las consecuencias. Pues, para bien o para mal, las mejores razones no son siempre esgrimidas por personas virtuosas.
Hombres de Barro es un fresco de la sociedad política peruana a fines de la década de los ochenta, cuando el gobierno aprista, en uno de sus numerosos momentos de escasa popularidad, intentó enfrentar la acción de la guerrilla y los narcotraficantes, la embestida de los militares y el sabotaje de poderosos grupos empresariales en un país sumido en la pobreza y sobrenadando en la corrupción.
El panorama es narrado por Ruivary con mano maestra:

“En el inmenso revoltijo humano ha desaparecido la personalidad individual. Las criaturas y los objetos son sumidos, aquilatados, hasta conformar una masa compacta. Luces, chisporroteos, alharacas y estruendos musicales invaden todos los rincones de la ciudad. Los blancos, zambos, mestizos, cholos, negros, delincuentes, gentes honestas, pobres, miserables y ricos, blanquiñosos patojos, aserranados, vendedores y compradores, repartidores de cielos y conjuradores de infiernos, congregados en los aledaños de la avenida Grau y la Plaza de Armas, representan la vida en sí misma, sin más aditamentos”.

Seguramente el lector se devorará esta novela, tal como lo ha hecho este prologuista. Entonces ¿para qué escribir un prólogo?
Bear with me, como suelen decir en estas tierras. Si me tienen un poco de paciencia, les daré una explicación.
Las buenas novelas nunca se leen: se releen. Sólo una segunda o una tercera lectura revelan sus marcas de agua, su escritura secreta, la forma en que han sido redactadas. En ocasiones, ni una vida alcanza para descifrarlas. (Muchos profesores norteamericanos deben a ese feliz hecho la oportunidad de contar con un tenure, un empleo de por vida en una universidad).
A veces, los años nos proponen nuevas lecturas, privilegian ciertos personajes que en una primera lectura habíamos ignorado.
Hombres de Barro exige más de una lectura. Aunque su ritmo es endiablado, requiere que el lector se siente a la vera del camino, y tome aliento para reflexionar sobre esos extraños, marginales personajes. Como lo hace el propio Harry Vegas, en uno de sus momentos de mayor lucidez. 
“Todos somos un poco la materia de la noche”, piensa Harry Vegas. “Hasta el último piurano forma parte del espectáculo o de la locura. Mi gente está loca y se deja engañar, creyendo que le espera un futuro menos deplorable”.
La final desesperanza de Harry no es compartida por este lector. En el crisol de los personajes elaborados por Ruivary, hay numerosos futuros, distintas maneras de equivocarse, pero también de cambiar y de mejorar. En su irónico anticlímax (“Una historia irrelevante, con un final estúpido", piensa Harry Vegas. “Un final sin dramatismos ni crispaciones. Garúa que llega y en vez de humedecer la tierra se evapora en el aire”") el novelista ha sembrado las semillas de nuevos avatares, anticipando una nueva saga a punto de desplegarse.
Y eso me lleva a hacer una apuesta: es bien sabido que las olas literarias llegan y se van. Surgirán en los próximos años múltiples celebridades, con novelas absolutamente olvidables. Y mientras los famosos se vayan hundiendo en el olvido, apuesto a que una novela como Hombres de Barro, sencillamente perdurará.
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Hombres de Barro fue publicada en marzo de 2018 por la editorial CELYA de Toledo, España.



miércoles, 28 de marzo de 2018

Foto con más de 1.000 palabras



Publicado en el portal oficial del Colegio de periodistas de Lima
www.cp-lima.pe

Con Néstor Ikeda, veterano periodista peruano, compartimos muchos años de tareas en The Associated Press, en Nueva York. Inclusive nos jubilamos el mismo día.
Desde ese momento y hasta ahora, aunque yo en New Jersey, y Néstor en Lima, hemos mantenido una comunicación constante. Néstor ha creado revistas, bellos videos, y nunca se apartó de la actividad periodística. Una de sus tareas, en la actualidad, es encargarse de la página Web del Colegio de Periodistas de Lima.
Néstor ha tenido la generosidad de usar en el portal de la institución uno de mis trabajos, aludiendo a otro admirable colega, Richard Drew, fotógrafo de AP y quien registró la foto más icónica del 11 de septiembre de 2001, durante el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. 
La foto de Drew, realmente, habla por más de mil palabras. Y a mí me sirvió de inspiración para la novela La región vacía. Me dice Néstor: "Unos colegas peruanos consideraron el artículo un ejemplo de cómo una foto que muestra a una sola persona dentro de una gigantesca tragedia como el 9/11 puede actualizar el hecho mismo ocurrido hace casi 20 años y poner la atención del lector en casos humanos específicos, como el fotógrafo y el hombre que cae". ¡Gracias, Néstor! 
Mario Szichman


Esta es la imagen de una obsesión. Una imagen, una obsesión, que solo cesó en su acoso cuando pude plasmarla en un texto: “En la foto, un hombre estaba cayendo de cabeza en una perfecta vertical. Marcia no podía decidir si la foto era en blanco y negro, o en color. Aquello que no era blanco estaba formado por nítidas sombras. Tampoco pudo decidir si el hombre ya estaba muerto”.
Marcia perdió a sus dos hijos el 11 de septiembre de 2001, durante el ataque a las torres gemelas del Trade World Center. Un periodista la visita, intentando averiguar si el hombre cayendo en una perfecta vertical, “The Falling Man,” es uno de sus hijos.
“La parte derecha de la torre estaba rayada por líneas verticales blanquecinas y grisáceas que avanzaban hacia la parte izquierda hasta convertirlas en líneas agresivamente blancas y negras. El hombre parecía desplomarse en el eje de esa composición, en el centro exacto de una vertical línea blanca. Su pierna izquierda estaba plegada, su zapato se apoyaba en el tobillo derecho”.
Es la imagen más famosa, y encubierta, de la tragedia del 9/11. Apareció al día siguiente en varios periódicos de Estados Unidos. The New York Times la exhibió en la séptima página de su primer cuerpo. Luego, desapareció de las publicaciones, aunque no de la memoria colectiva.

Richard Drew

"–El fotógrafo debe ser un gran artista —dijo Marcia—. Parece más preocupado por la simetría que por el hombre cayendo”. Y el periodista le informa: “—Richard Drew. El fotógrafo se llama Richard Drew… Fotografió a Robert Kennedy cuando lo asesinaron en Los Angeles. Fotografió a la viuda de Kennedy cuando lo insultaba, exigiéndole que cesara de sacar fotografías de su esposo muerto. Drew guarda en su casa la camisa ensangrentada de Robert Kennedy, como un trofeo”. (La región vacía, página 16).


Cuando tomó la fotografía de Robert Kennedy, Drew tenía apenas 21 años, y trabajaba para el periódico Pasadena Independent-Star News de Pasadena, California. La noche del 5 de junio de 1968, fue enviado al hotel Ambassador de Los Angeles para cubrir la celebración de la victoria de Kennedy sobre Eugene McCarthy en las primarias presidenciales de California. Mientras se hallaba en el podio, aguardando el ingreso del ex secretario de Justicia, el fotógrafo sintió sed, y se dirigió a la cocina del hotel para pedir un vaso de agua.  
En ese momento, apareció Robert Kennedy en la cocina, cortando camino rumbo al estrado. Drew se puso detrás de Kennedy, “Y en ese momento vi que alguien me apuntaba con un arma corta”, me dijo. Drew había estado en la reserva del ejército, y recordó el consejo de uno de sus instructores: “Cuando alguien lo apunte con un arma, arrójese al suelo”. Drew acató el consejo.
Sonaron disparos. Segundos después, el fotógrafo estaba encima de una mesa de acero inoxidable, tomando fotos de Kennedy desangrándose en el suelo. Su atacante, Shiran Bishara Shiran, le había alojado en el cuerpo cuatro balazos con una pistola calibre .22.
La esposa del senador, Ethel Kennedy, se lanzó contra Drew exigiéndole que no tomara fotos de su marido. Drew tuvo la delicadeza de no fotografiar a la mujer cuando lo insultaba.

LA CERCANÍA INALCANZABLE

Entre 1987 y el 2009, trabajé en el buró latinoamericano de The Associated Press en Nueva York. A menos de diez metros de distancia, el fotógrafo Richard Drew tenía su escritorio. Nunca me animé a entablar una conversación con ese formidable personaje que ha asentado en Estados Unidos algunas de las imágenes más inquietantes de las últimas cuatro décadas. Parte de ese lapso lo dediqué a buscar, hasta el último papelito relacionado con los ataques del 11 de septiembre de 2001, fecha inaugural del siglo veintiuno.

Richard Drew estaba siempre presente en el background. Pensaba escribir un libro de non fiction sobre el 9/11. Ya narré en otra parte cómo ese libro nunca fue publicado, aunque el manuscrito tiene más de 300 páginas. En cambio, gracias a la sugerencia, a la porfiada insistencia de mi editora, la profesora Carmen Virginia Carrillo, terminó transformándose en la novela La región vacía, rebautizada como The Empty Region en la versión en inglés. Y la novela surgió de la serena, aterradora imagen de  The Falling Man, atrapada por Drew.  

Los ensayos no están urgidos necesariamente de un protagonista, o de una imagen poderosa. Pero la novela es diferente. Un protagonista interesante, una imagen perturbadora, ayudan a conquistar la curiosidad de los lectores. No creo que nada supere la de The Falling Man. Posee, además, una fascinación adicional: se ha convertido en la imagen oculta de ese día aciago.
Si se revisan los periódicos y revistas de los días y semanas posteriores a los ataques del 9/11, podrá verificarse que casi no hay fotos de muertos. Dos mil setecientas cuarenta y nueve personas se convirtieron, como señalé en la novela “en restos orgánicos y desaparecieron en un compuesto formado en partes iguales por fibra de vidrio, plomo, papel, algodón, concreto, y combustible de aviación”. Sin embargo, excepto por The Falling Man, y por algunas fotografías de varias personas lanzándose al unísono desde una de las torres incendiadas, hubo gran pudor en exponer cadáveres. Apenas fue exhibida la foto de una mano ensangrentada surgiendo del lodo.
Los periódicos y revistas, tal vez atendiendo al clamor del público, optaron por exhibir las fotos tomadas desde gran distancia, con teleobjetivo. La gigantesca carnicería adquirió una tonalidad surreal.

EL PRIMER DÍA DEL FIN DEL MUNDO

Esta es una fecha que pienso almacenar en mis recuerdos: 14 de noviembre de 2016. Finalmente, estoy sentado frente a Richard Drew, mi excompañero de trabajo en The Associated Press. Finalmente me animé a dialogar con Richard –sí, ahora estoy autorizado a llamarlo Richard–. Estamos ahora en una cervecería de la calle 43 y la Octava Avenida. Trato de superar la primera, embarazosa tarea: tomarle fotos a Richard para este reportaje, mientras ruego que al menos una de ellas salga bien.  
El 11 de septiembre de 2001, me dice Drew, comenzó con un assignment para fotografiar un desfile de modas. “Las dos semanas anteriores había cubierto en Queens el Abierto de Tenis de Estados Unidos. Fashion Week, la semana de la moda, se iniciaba justamente ese 11 de septiembre en Bryant Park, detrás de la Biblioteca de Nueva York, en la calle 42 y la sexta Avenida. Era una exhibición de ropas de maternidad. Antes de comenzar el desfile, fui a los camerinos, para observar los preparativos. En esa ocasión, las modelos estaban realmente embarazadas. Bueno tomé algunas fotografías, y me acerqué para saludar a un camarógrafo de la red CNN. En ese momento le comunicaron por teléfono que se había registrado una explosión en The World Trade Center. Me quedé sorprendido. ¿Podía confirmarlo? Me dijo: ´Espera un segundo… No, ahora me dicen que un avión se estrelló contra el World Trade Center´. Casi de manera simultánea, mi teléfono celular comenzó a sonar. Era Barbara Woike, mi supervisora en The Associated Press. Confirmó que un avión se había estrellado contra una de las torres gemelas. Me pidió que me olvidara del desfile de modas, que fuese a cubrir la historia. Caminé una cuadra hasta Times Square, y me subí a un subterráneo expreso, creo que el dos, o el tres. Era el único pasajero. Me bajé en la estación de Chambers Street. Las dos torres estaban ardiendo. Mientras viajaba en el subterráneo, el segundo avión se estrelló contra la torre Sur. Ese 11 de septiembre era un día muy soleado, brillante. El viento soplaba de oeste a este, en dirección a Brooklyn. No quería que el viento me aislara en el humo. Por lo tanto, me dirigí a The Financial Center. De esa manera, podría fotografiar The World Trade Center sin ser afectado por el humo.
“Me acerqué a uno de los policías. Me dijo que había estado en el lugar mucho antes de los ataques. El segundo avión que se estrelló contra la torre Sur era ´A fucking767´”. (El avión de United Airlines, vuelo 175, era un Boeing 767 que partió del aeropuerto Logan de Boston rumbo a Los Ángeles, y fue desviado hacia Nueva York. Se estrelló contra la Torre Sur a las 9:03 de la mañana).  
“Poco después, una mujer que estaba con una cuadrilla de rescate, gritó: ´¡Mi Dios, vean lo que está ocurriendo!´ Alzamos la vista y vimos que varias personas estaban cayendo desde las torres. Tomé mi cámara, y empecé a tomar fotografías de esas personas. Entre ellas estaba The Falling Man. Las fotos de esas personas están en nuestros archivos, pero no creo que hayan sido publicadas. Pues The Falling Man tiene cierto talante muy especial que lo destaca. En la foto muestra una gran serenidad. No se trata de esas imágenes que estamos acostumbrados a ver, de personas que reciben un balazo en la cabeza, o quedan atrapadas en un incendio, o mueren en un accidente automovilístico. Sí, es un hombre cayendo, pero todavía sigue con vida”.
Drew dijo que no pudo ver el cadáver. “Pero sí pude escuchar el ruido que hacían lo cuerpos cuando se estrellaban contra el asfalto. Sí, pude escucharlo”.
Escasos minutos más tarde, “escuché otro ruido, como el de una avalancha de piedras. Vi que se desprendía una parte de la fachada de la Torre Sur. Casi de inmediato, todo el edificio se derrumbó. Logré registrar el colapso de esa torre.  No pude seguir tomando fotos. El conductor de una ambulancia me tomó por el brazo y me dijo que tenía que irme.  Mientras caminaba, tomé fotografías de personas que se alejaban de la zona. Todas ellas estaban cubiertas de un polvo blanco, como si les hubiera caído nieve encima. Los policías intentaban despejar el área. La Torre Norte seguía en pie. Eludí a varios policías ocultándome en una pequeña plaza donde había algunos árboles. Las últimas fotografías que tomé fueron de la Torre Norte cuando se abrió como un gigantesco hongo, y se derrumbó. En ese preciso instante, decidí que debía irme”.
Drew caminó unas cincuenta cuadras hasta llegar a las oficinas de The Associated Press. Todo estaba paralizado. No había trenes, subterráneos ni autobuses circulando.
En The Associated Press los staffers estaban trabajando en silencio, con gran serenidad, sin mirar otra cosa que las pantallas de sus computadoras. Como background podían escuchar las voces de locutores de CNN informando de la catástrofe desde gigantescos monitores fijados al cielorraso.
Drew se dirigió a la sección de fotografía, e insertó el disco compacto de su cámara digital en su laptop. Recién en ese momento pudo revisar las fotografías y tropezar, por primera vez, cn la imagen de The Falling Man.
That was such a powerful image” (esa fue una imagen tan poderosa), debió reconocer). Especialmente por su simetría. Por lo tanto, elegimos esa fotografía para enviarla a los medios periodísticos. Yo había tomado una secuencia de la caída, diez, o doce imágenes, pero solo ese frame tenía gran armonía. En otras imágenes, un aspecto digamos  desmañado. No fotografié la muerte de ese hombre. Solo capturé la última parte de su vida”.

CLOSURE

Hay varios episodios de esa jornada que Drew no puede recordar.  “Por ejemplo, cómo hice para regresar esa noche a mi hogar. No había medios de transporte. Pero sí recuerdo que uno de nuestros fotógrafos, que vivía en New Jersey, y no pudo volver a su hogar, pues todos los puentes entre New York y New Jersey estaban clausurados, durmió esa noche en mi apartamento. ¿Y de qué hablamos? Mi esposa recuerda que hablamos de todo. Pero no hubo una sola mención a lo ocurrido en The World Trade Center. Conversamos varias horas sobre fotografía, sobre distintos tipos de lentes, discutimos diferentes técnicas. La jornada del 11 de septiembre estuvo ausente del diálogo”.

     Al cumplirse el décimo aniversario del ataque a las torres gemelas, un hombre apareció en la sede de The Associated Press y pidió hablar con Richard Drew. Había visto en un periódico la foto de una mujer cayendo de una de las torres. La foto era en blanco y negro. El hombre creyó reconocer la ropa que esa mujer vestía el día en que murió, pero no estaba seguro. La mujer era su novia. Estaban por casarse cuando irrumpió la tragedia.
Ambos revisaron ese día el archivo de The Associated Press con las fotos tomadas ese día. Y ahí estaba, en colores, la foto de la mujer cayendo de una de las torres. Los rasgos pertenecían a la novia del hombre. Y este sintió que un capítulo se cerraba en su existencia. De cierta manera, esa clausura era una liberación. Podía contemplar al menos la foto final de esa mujer con la que había soñado una vida en pareja.

DESENLACES

Han transcurrido quince años de ese día que marcó la jornada inaugural del siglo veintiuno. ¿Cómo lidió Richard Drew con las secuelas?
“Al principio fue muy difícil. Volví a Ground Zero, el área de los ataques, el 12 y el 13 de septiembre. Pero me negué a hacerlo el tercer día. Quería ir a cualquier otra parte. Fui a refugios donde habían sido emplazadas familias que debieron abandonar sus hogares. Mientras tomaba fotografías, sonó mi teléfono celular. Era mi hija Sophie, en ese momento de tres años y medio de edad.
“Sophie me dijo: ´Papá, quería decirte que te quiero mucho´. Y eso me entristeció. En esos días, había muchas personas que no volverían a oír a su hija pequeña, o a ningún otro ser humano. Llamé a mi oficina, e informé que me iba directo a mi casa. No podía hacer otra cosa que irme a mi casa. Mi supervisora me dijo, con mucha gentileza, que sí, que entendía, que por supuesto.
“En ese momento descubrí todo lo que había deseado negar. Permanecí en el apartamento con mi familia los dos días siguientes. Y fue muy importante.  Esas cuarenta y ocho horas en mi apartamento, rodeado de mi familia, sentí una gran paz, una enorme quietud”.
Richard Drew participó en las tareas cotidianas de la casa, preparó desayunos, salió a caminar por la calle –vive en The Upper West Side de Manhattan, cerca del Central Park–. Observó esa parte de la ciudad que no había sido afectada por la catástrofe. Aunque seguramente en algunos edificios residían personas cuyos familiares no retornarían a su hogar, ni volverían a compartir un desayuno.
Drew no podía agotar la contemplación de su esposa, de Sophie. A veces, nuestros seres queridos se asemejan a milagros. Generalmente recordamos sus sonrisas, que en nada se parecen a las sonrisas de nuestros semejantes. A veces compartimos sus angustias, que se convierten en las nuestras. Y además, poseen un futuro, que anhelamos se prolongue muchos, muchos años más que el nuestro.
En algún momento, al observar sus presencias, me dijo Richard Drew, pensó que algún día, ese 11 de septiembre podría convertirse en un mal recuerdo, pero en recuerdo al fin. No estaría en medio de la multitud, que huía aterrada, no estaba obligado a registrar imágenes que le exigía su deber de fotógrafo, pero que era doloroso contemplar. “Y, lo más importante”, señaló, “sentí en mi hogar, rodeado por mi familia, que podía empezar a sanar”.



La novela La región vacía y su versión en inglés, The empty region, pueden encontrarse en físico y digital en la página de la editorial Verbum: https://editorialverbum.es/ y en Amazon.com

sábado, 24 de marzo de 2018

"Really, babe, I don´t care!"


Mario Szichman


El filme noir se ha ido decantando en las últimas décadas. Al principio, era una técnica barata de Hollywood para conseguir espectadores. Entre las décadas del treinta y del cincuenta del pasado siglo, los cines debían presentar carteleras de tres filmes para atraer al público. El filme más importante era el más costoso. Cuando se generalizó el tecnicolor, era el único en que hombres y mujeres lucían tonalidades naturales, y donde abundaban los paisajes.
El resto de la cartelera consistía de dos filmes en blanco y negro, hechos con medios baratos, y con actores y actrices que comenzaban siendo de segunda fila, y terminaban desplazando a los galanes más recios, y a las femmes fatales más famosas. Es difícil creer que actores como Humphrey Bogart, Robert Mitchum o Dana Andrews tuvieron que pujar décadas antes de llegar al estrellato. O que actrices como Barbara Stanwyck o Joan Crawford, eran rutinariamente miscasts, colocadas en roles donde no podían lucir su real talento. Pero, en base a perseverancia, y en ocasiones a simple suerte, lograron emerger y convertirse en deidades del cine.

LA INDUSTRIA DE LA NOSTALGIA

Hollywood todo lo recupera, lo peor y lo mejor de su herencia histórica. En la categoría de “es un filme tan malo que hasta parece bueno”, figura Plan 9 from Outer Space.
En su libro The Golden Turkey Awards, los autores Harry Medved y Michael Medved, le otorgaron el galardón a “la peor película jamás filmada”. Inclusive uno de los protagonistas, Bela Lugosi, el célebre interprete de Drácula, había fallecido tres años antes de la filmación. Pero el director, Ed Wood, contaba con secuencias de Lugosi apareciendo en otro filme que nunca fue finalizado, y las aprovechó para insertarlas en la película. Nadie puede dudar que Lugosi es un visitante del más allá.
Por supuesto, ahora, Plan 9 from Outer Space, se ha convertido en una película de culto, y cada una de sus exhibiciones cuentan con un lleno completo.
Otra secuela de ese culto a los filmes de épocas anteriores, es la resurgencia de los policiales de la década de los cuarenta. No solo tienen el atractivo de que son realmente obras maestras, sino que sus comentaristas disfrutan informando al público de sus hallazgos.  exclusivamente para escuchar los comentarios que formulan expertos en filme noir. Algunos, como Eddie Muller, se han convertido en celebridades. Y aunque muchos espectadores se sienten frustrados con las sugerencias de Muller, siguen alquilando las películas exclusivamente para deleitarse con su información.

RIVALIDADES

Inclusive se han formado dos bandos, los adictos a Eddie y quienes prefieren a sus rivales, como James Ursini y Alan Silver. Pero tanto Ursini como Silver tienen un serio hándicap: son académicos y condescendientes. Eddie, en cambio, es un fanático más. Se encarga de transportarnos al momento de la filmación, y nos muestra que en muchas ocasiones, los defectos de actores y actrices se han convertido en sus mejores cualidades.

Humphrey Bogart


Humphrey Bogart hablaba con un ceceo, y sus mandíbulas parecían selladas. Eso instilaba amenaza hasta en sus gestos más amables.   Esa forma de hablar no fue producto del entrenamiento de un coach, sino resultado de una lesión en la boca. Bogart contó al actor David Niven que en su niñez estaba jugando en el jardín de su casa, y se cayó. Una astilla de madera se le clavó en el labio inferior. “El maldito médico cosió mal la herida”, dijo Bogart a Niven.
Cuando finalmente Bogart comenzó a actuar en el cine, decidió usar el defecto de sus labios como un atributo. Para eso contrató a un experto en locución a fin de acentuar algunas particularidades de esa extraña manera de hablar. Eso incluía tonos nasales, gruñidos, arrastrar de palabras y malignas sonrisas.
Algo similar ocurrió con Jane Greer, una actriz que puede barrer el piso con todas las femmes fatales de  Hollywood. Y estamos hablando de Hollywood, donde las femmes fatales eran una mejor que otra y podían conseguirse, como suelen decir en estas tierras, A dime a dozen.
¿Quién puede olvidar a Barbara Stanwyck descendiendo de una escalera y exhibiendo una ajorca en su tobillo izquierdo en Double Indemnity, en su primer encuentro con un agente de seguros interpretado por Fred McMurray? ¿O a Rita Hayworth cantando en Gilda Put the Blame on Mame mientras inicia el más famoso striptease de la historia simplemente quitándose un largo guante? ¿O a la británica Jean Gillie en Decoy? (Ella era la única que podría haber competido con Jane Greer, pero lamentablemente, falleció a los 33 años, de neumonía).

     Buena parte del encanto de Greer, informa Mueller, era producto de una parálisis facial que sufrió a los 15 años de edad y que le afectó la parte izquierda del rostro. La actriz logró recuperarse parcialmente de esa parálisis. Pero quedaron trazos en su rostro, entre ellos, una mirada burlona y una enigmática expresión. La publicidad de la productora RKO decía que Greer era “una mujer con la sonrisa de la Mona Lisa”.

ENCUENTROS QUE MATAN

Cuando la mujer con la sonrisa de la Mona Lisa chocó con un galán conocido como Robert Mitchum, se creó la más perfecta pareja del filme noir en Out of the Past.
Mitchum, cuyos adormilados ojos y su total desprecio por el género humano han hecho olvidar la gama de sus actuaciones y su talento interpretativo, ya había demostrado previamente el abismo en que podía hundir su maldad. En otra obra maestra, The Night of the Hunter, dirigida por el actor Charles Laughton, Mitchum se hacía pasar por un predicador, con el propósito de robar la fortuna de una viuda. Su trademark está en los nudillos de sus manos, donde ha escrito respectivamente Good y Evil.
  Pero Out of the Past es algo muy diferente a The Night of the Hunter. Lo curioso del caso, señala el crítico Mueller, es que la segunda parte de Out of the Past es totalmente incomprensible, aunque sigue siendo una obra maestra. Mitchum interpreta a un detective contratado por un mafioso (Kirk Douglas) para que encuentre a su novia (Jane Greer), quien le ha robado 40.000 dólares.
El protagonista sigue la pista a la fugitiva hasta México, y a los diez minutos de conocerla ya está perdidamente enamorado de ella.  En la escena más famosa del filme, Jane Greer le confiesa al detective con mucha paciencia todo lo mala que ha sido. Pero a Mitchum le importa un comino su prontuario policial. Su única intención es poseerla. Y es entonces cuando enuncia su famosa frase: Really, babe, I don´t care, y se abalanza sobre ella.
El  doctor  Pangloss  decía en  el Cándido de  Voltaire que  todas las tribulaciones del  ser humano provienen del amor, “el  confort de la especie humana, el protector del  universo, el  alma  de todas las  cosas  sensibles.  El  amor,  el  tierno  amor”. 
En  los  casos   del doctor Pangloss y de su discípulo Cándido, el  corolario del amor es devastador.  Pangloss   termina con   una   enfermedad venérea, y Cándido  es expulsado del paraíso. Tras recibir un inocente beso de la virginal Cunegunda, el padre de su amada lo echa a Cándido de su castillo a patadas en el trasero.

LA MEDICINA PROHIBIDA

Mitchum   recibe   de   su   amante   una   dosis   similar   de escarmientos. Para el  crítico Mueller, y otros especialistas en filme noir, toda la trama de esas  películas es  muy  simple: A good fuck (digamos, con cierta timidez, una buena noche de amor) tiene como secuela una inmersión en el  infierno.  En realidad,  el  film  noir  parece  tan antiguo  como  esas   morality  plays   de   la   Edad  Media   donde coexisten la carne, el diablo y la muerte. 
Si  uno observa  Out of the Past,   verá que todas esas premisas se  cumplen. Pero si vuelve a  contemplar la película acompañado  por  el  crítico Mueller,  es  como  si  tragedia  fuese secundada por la  ironía.
Mueller permite cierto distanciamiento. Especialmente cuando intenta desmenuzar ese  galimatías  de  la segunda parte.
Hay algo más en Mueller: es un creador. Nunca pensé que un simple comentarista de cine podía brindar tantos luminosos consejos. Y para ello, siguiendo las acotaciones de Mueller, es preferible ver un mal filme noir  que   otro bueno. 

Robert Mitchum y Jane Greer  

Una  de  las  películas más  solicitadas  en  Netflix es The Racket, también con Robert Mitchum y otro fenomenal actor, Robert Ryan, además de esa olvidada femme fatale que era Liz Scott. La película no es buena, pero vale la pena simplemente por los comentarios de Mueller.
Como dice uno de sus admiradores: “The Racket me aburrió terriblemente durante la primera mitad. La trama es complicada  y carece de foco. Luego, decidí ver el  resto de  la   película escuchando los comentarios de Mueller. La película se transformó totalmente”.
Tal vez ha surgido un  nuevo género  en  Hollywood:  la   película  escoltada por el  voice over de un excelente crítico.
Esos críticos empiezan a tener influencia en  los  espectadores. Hasta que tropecé con algunos de ellos, compartía el criterio de Woody Allen. Creía que Humphrey Bogart era el mejor actor de filme noir, y que Casablanca era su  mejor expresión. Ahora, he cambiado  de criterio.
Así como Raymond Chandler o Dashiell Hammett me dejan decepcionado tras comparar sus textos con inclusive, la  peor novela de Jim Thompson, Robert  Mitchum es  la máxima expresión de un galán recio. Sólo White Heat, interpretado por James Cagney, puede equipararse a Out of the Past.  

Ingrid Bergman y Cary Grant

No vamos  a  disminuir  los  méritos de Bogart, o la luminosa presencia de Ingrid Bergman en Casablanca, pero si el lector tiene ocasión de ver los dos filmes, descubrirá la distancia emocional entre ambos.
No podemos imaginar a otra figura que no sea Robert Mitchum gritándole a Jane Greer “Really, babe, I don´t care!” mientras arroja por la borda su decencia y su honradez, con tal de abrazar a la mujer.
Tampoco podemos imaginar otra femme fatale como Jane Greer, capaz de recibir en su cuerpo tanta desbordada lujuria.
Sí, cuando se tropieza con esa clase de mujer, sólo una frase puede emerger de los labios: “¡Really, Babe, I don´t care!”


[i] ¡Realmente, querida, me importa un bledo!